1.     Una isla sin zombis, todavía

Vengo llegando de Cuba. La cosa está dura. No me sorprendió mucho, porque iba preparado, pero siempre impacta ver la película en directo y a todo color. El proceso de crecimiento de las desigualdades que se vive hace años en la isla está en aceleración, y la vida para la mayoría de los cubanos y cubanas está bien difícil. Creo que estamos en el momento más álgido de los últimos 25 años. No obstante he de decir que el país sigue funcionando. Parece una obviedad, perdón, pero a veces leyendo las redes, los cuentos, las catarsis, parecería que uno va a llegar a una tierra de zombis. Y no, al menos todavía no. Los niños y las niñas siguen yendo a la escuela, muchos adultos al trabajo, a casa de un amigo, a correr por la tarde, a pasear al teatro, al parque, al Malecón a darse un trago y así. Muchas cosas están igual que siempre. Igual de mal, o de bien, según el caso. Otras no tanto.

 

Las causas de la complicada situación económica, política y social son múltiples, como no podría ser de otra forma. La pandemia y la guerra se anotan sus puntos, como en todos lados, pero los dos grandes culpables son los mismos de hace muchísimos años, ahora ambos intensificados. Me refiero por un lado al infame bloqueo yanqui, y por el otro a la inoperancia de la dictadura gobernante. (Nunca me he referido al gobierno de Cuba como “dictadura”, tengo varias razones para ello, pero en éste texto voy a hacer una excepción y usaré el polémico término).

Me parece insólito que haya dudas de que esas son las dos grandes causas de nuestros males, pero hay quienes niegan la una o la otra, o minimizan alguna de las dos, dependiendo del bando donde se encuentren. O sea, una parte de los opositores, en particular lo más  pro yanquis, niegan el efecto del bloqueo. Lo llaman “embargo” y aseguran que apenas tiene incidencia en la realidad nacional. Del otro lado, el gobierno y sus acérrimos defensores, apenas reconocen errores y no se responsabilizan por los desaguisados propios y la pésima gestión, vertical y autoritaria, que llevan adelante.

En mi opinión no hay discusión de la preponderancia y centralidad de ambos causales. Después quedaría ver qué porcentaje le puede tocar a cada una, pero ya ese es un debate más espinoso, y al final menos necesario.

Como decía, ambos fenómenos han arreciado en los últimos años. El bloqueo norteamericano apretó las tuercas fuertemente con la administración Trump y apenas ha sido tocado por el gobierno de Biden. Por su parte en la dirección del país, a juzgar por las decisiones que toman, hay cada vez gente más bruta (en ambos sentidos de la palabra). Empezando por el presidente Miguel Díaz Canel, de quién pudo pensarse que tendría una gestión más humana e inteligente, algo distante de lo que ha constatado la realidad. Especial mención lleva la deriva represiva que ha tenido el gobierno en los últimos dos años. Un giro sumamente indignante e injustificable. Volveré sobre este punto más adelante.

 


2.     La serpiente y el dragón de los volcanes

Hay dos realidades que me impactaron, y que son dos buenas postales de la actualidad: las colas por todas partes y el afán migratorio que se respira. Ninguna de las dos es nueva en Cuba, pero también ambas están intensificadas.

Mientras disfrutaba del reencuentro con las calles, las avenidas y los barrios de mi Habana me sentía en “El país de las colas largas”. Una ciudad tomada por serpientes humanas con boca de fuego. En los primeros puestos de las colas: peleas, discusiones, gritos; en algunas de ellas policías y militares organizando. Fui a preguntar qué vendían. En una me dijeron que no sabían que habían “sacado”, pero “algo” era y entonces: cola. En otra me dijeron que venderían perros. En éste último caso venderían dos paquetes de perros caliente por persona al día, y para eso: cola.

Estas colas se forman en tiendas donde venden productos en moneda nacional a un valor medianamente accesible para todos. Pero lo que venden es poco, no alcanza. Luego están las tiendas en MLC (moneda libremente convertible) y el mercado negro (vital y robustecido por la escasez) donde los precios son inaccesibles para un salario medio.

Las colas han existido en Cuba desde que tengo memoria, pero nunca vi tantas, ni tan crispadas. Si se toman las colas como medidor de la situación económica, enseguida se aprecia la crisis. Está claro que es la cara visible de una población empobrecida, a la que los ingresos no le alcanzan para comprar la canasta básica, en una situación de inflación incesante y carencias múltiples.

 

Por otro lado es alarmante la furia migratoria que se aprecia. Algo que tampoco es nuevo. Vi irse a casi todos los amigos de mi hermana, ocho años mayor que yo, luego a casi todos los míos, y me vi partir a mí mismo. El otro día conté que de los 29 que nos graduamos en mi aula de La Lenin, al menos el 70% vive fuera de Cuba. La muestra es muy pequeña para sacar conclusiones, pero impacta la cifra.

El fenómeno no es nuevo, pero sí la escala. Casi no hablé con nadie menor de 50 años que no tuviera, al menos en la mira, la idea de emigrar. Varios de los amigos y amigas que habían decidido, a cuenta a riesgo, quedarse en aquella orilla, ahora están en planes de partida.

Tanto es así que surgió una frase para referirse al asunto: ir a ver los volcanes. Una de las vías de la estampida actual se ha dado a través de Nicaragua, que dejó de exigir visas a los cubanos. Desde allí, la mayoría, emprende una travesía hacia Estados Unidos. Hace unos meses salió una funcionaria del ministerio de turismo nicaragüense, diciendo que los muchos cubanos que iban a su país lo hacían por el interés de conocer los volcanes centroamericanos, que no existen en la isla. La declaración causó gracia y se viralizó rápidamente, a tal punto que se convirtió en metáfora y frase de moda. Es normal, por estos tiempos, preguntar por alguien y te digan: “olvídalo, se fue a ver los volcanes”.

Hace años que veo el dragón de la emigración quemando con sus llamas el futuro de Cuba, engullendo uno tras otro a muchos hijos e hijas de esa, mi patria. ¿Cómo le puede ir bien a un país de dónde tanta gente se va? ¿Cómo se puede soñar con un país mejor si tantos deciden que lo mejor es irse porque no hay opciones para emprender una vida allá?

Siempre he llevado conmigo algo de culpa por haber emigrado, por haber abandonado el barco. Y también cierta secreta admiración por los que, teniendo la opción de irse, decidieron quedarse luchando, en el terreno, por una Cuba mejor. En particular los de mi generación, aunque lo hicieran simplemente estando y trabajando allá. Un día estuve en casa de unos talentosos jóvenes artistas, de esos que han decidido quedarse en Cuba. Me mostraron una película que habían hecho a pulmón, trabajando en ella durante muchos años. La película, que me gustó mucho, está censurada. Ellos la muestran en la sala de su casa, cada domingo, a pocas personas, que los contacten y quieran verla. Al final les agradecí habernos dejado entrar a su casa, ver la película y de paso les agradecí haberse quedado en Cuba, les dije que admiraba a la gente como ellos. Me respondieron que también estaban pensando en ir a vivir a otros lares.

 


3.     La escasez de comida, y de libertades

La emigración es un fenómeno global. Se sabe, pero en Cuba a veces se nos olvida. En éste mundo, cada vez más desigual e injusto, millones de personas dejan sus países buscando mejores horizontes. Las causas son variadas y como cada país, Cuba tiene sus complejidades propias. Entran en nuestro caso, las acuciantes necesidades económicas, el cebo que pone Estados Unidos, dando a los cubanos ventajas y facilidades que no tiene ningún otro migrante latinoamericano y entra también la falta de libertades que existen en la isla. La casi nula posibilidad de incidir en la toma de decisiones, y en particular la imposibilidad de elegir a las autoridades gobernantes y a los representantes del pueblo. Creo que mucha gente que se va decidiría quedarse en Cuba, pese a las dificultades, si se sintiera parte del proceso, si tuviera chance de influir en el rumbo del país y no sólo de obedecer, como pretenden desde el poder. A tal punto es así, que incluso un artículo de la revista Alma Mater, controlada por el oficialismo (como toda la prensa autorizada) menciona el tema, aunque claro, apenas bordeando la problemática, sin entrar donde quema.

La ola represiva desatada en los últimos dos o tres años está también en la génesis de la crisis actual. Percibo que mucha gente ha experimentado un hondo sentimiento de rechazo hacia el gobierno al ver tantos actos de ignominia. Un rechazo nuevo, vigoroso, crecido desde el más elemental sentimiento de justicia y humanidad. Hablo en particular de gente con un pensamiento de izquierda y base anti imperialista.

Si bien hace años que en Cuba se cometen atropellos diversos contra opositores, o en general, gente que no le gusta al gobierno todopoderoso, y es cierto que jamás hubo un sistema judicial independiente del poder político, lo de los últimos dos o tres años ha sobrepasado límites. 

No puedo dejar de consignar que la represión del gobierno cubano, hasta dónde sé, no ha incluido la tortura física (hay denuncias de maltratos, y muy probablemente estos existan, pero no parece ser una práctica común), ni desapariciones, ni menos muertes. Sí incluye detenciones arbitrarias, sin órdenes de arresto o los procesos legales requeridos. Por lo general son detenciones por algunas horas, pero en ocasiones durante varios días. También interrogatorios intimidatorios, prisiones domiciliarias sin condena previa o justificación legal, algunas de ellas de muchas semanas. También amenazas, chantajes, extorsiones a familiares y amigos de los encausados. Sanciones laborales, mítines de repudio en las viviendas. Campañas de desprestigio en medios nacionales, dando muchas veces informaciones falsas o recortadas y manipuladas, sin permitir réplica alguna. En algunos pocos casos han llegado al punto de realizar destierros.

No abarco en la lista anterior todo el arsenal que ha desplegado la seguridad del estado. En cualquier caso el punto más alto de ese discurrir represivo en ascenso ocurrió el 11 de julio tras las masivas manifestaciones que se dieron en todo el país. A partir de ese día se desató una cacería de brujas donde luego de revisar videos e informaciones, enjuiciaron a centenares de cubanos y cubanas. Algunos detenidos el mismo día y otros que salieron a buscar los días posteriores.

 Luego de juicios irregulares, sin todas las garantías correspondientes a un estado de derecho. Luego de procesos controlados y claramente digitados por el aparato estatal, con el claro objetivo de ejemplarizar a quién se atreva a protestar, obtuvimos como resultado decenas de condenas, muchas de ellas tan abultadas que daba vergüenza sólo de leerlas.

Creo que el gobierno cruzó una línea en su camino de oprobio. Condenar a personas, en su mayoría jóvenes pobres, por salir a protestar. Encarcelar a muchachos y muchachas que en una situación desesperada salieron a hacer catarsis me parece realmente vil. La mayoría, lo que hizo fue gritar y caminar por las calles. Algunos tiraron piedras, o una piedra, como Jonhatan Torres Farrat, según cuenta su madre en un desgarrador reportaje. Pocos ocasionaron destrozos  y daños. Los medios oficiales pintaron toda la protesta como sumamente violenta y señalaron a los centenares de enjuiciados como vándalos. Una burda manipulación igual a las que suelen hacer los gobiernos de derecha de la región: pintar toda la protesta con los pequeños focos de violencia y así poder reprimir y deslegitimar la protesta.

Tomemos como botón de muestra el caso de Luis Robles. Anterior al 11 de julio, pero inmerso en esta ola represiva que menciono. Un muchacho que salió a la calle con un cartel que decía: “Libertad. No más represión. #Free_Denis”, fue todo lo que hizo, está filmado. Lo detuvieron, lo mantuvieron más de un año tras las rejas, y finalmente lo condenaron a 5 años de prisión por el delito de “propaganda enemiga”.

 

Es por todas estas cosas que le llamo dictadura a lo que hay en Cuba. Al menos por éste texto, pues mis razones para no hacerlo siguen vigentes. Es mi pequeñísima rebelión. Mi pequeño y cobarde grito de dolor.

 


4.     Postales

Sellos

Una forma de pagar los trámites en Cuba es a través de sellos. Pero los sellos, como casi todo, a veces se pierden. Algunos días no se consiguen en ningún lugar de la ciudad. O también puede pasar que haya, pero no de las cantidades que necesites. Y entonces se te traba el trámite. En una oficina del Vedado había un gringo muy enojado porque no podía hacer su trámite. Debía pagar 30 pesos cubanos en sellos, él tenía un sello de 50, no le importaba pagar de más, pero no, eso no se puede. Para que no le pasara lo mismo, una señora que conocí en la cola para hacerse el pasaporte, me contó que los había mandado a conseguir a Matanzas, una ciudad a más de 100 km de La Habana. No hay en ningún correo por aquí, no me quedó otra, me dijo. ¿Tú también vas a ver los volcanes?, le pregunté. Me dijo que no, que iría a Estocolmo, a ver a su hijo que vive allí. Qué frío.

 

¿Carne?

La carne de puerco se ha convertido en un alimento de lujo. En la escalada inflacionaria ese producto ha sido de lo más golpeados. Hace mucho que la mayoría no podía comer todas las semanas, pero sí, quizás, algún día al mes, o al menos un día de fiesta. Hoy tiene un valor prohibitivo. La carne de vaca hace muchos años que apenas existe, también es complicado conseguir leche. En el viaje de La Habana a Santa Clara, se ven, a los costados de la carretera, algunas vacas. Están tan flacas que da pena mirarlas. ¿No hay yerba? ¿Será una manera vacuna de protestar? ¿Le habrán pasado la voz a los puercos?

 

Rebeliones

Mi querida amiga MM ha vivido en Cuba toda su vida. Tiene más de 70 años y muchísimos premios. En la pared de su habitación solían colgar los distintos diplomas y reconocimientos por sus obras y trabajos. Es un cuarto que visito hace más de 30 años. He visto esas paredes irse poblando. Ahora cuando la fui a visitar estaban las paredes vacías. Me dijo lo hacía por decepción, por desengaño, por rabia, por desesperación. Su manera de poner la cabeza en la almohada un poco más tranquila. 

 

Cerveza

Hace años que es complicado tomar cervezas nacionales. Las fábricas de cervezas Cristal y Bucanero no dan abasto. A nadie se le ocurrió que era una buena idea invertir en esa producción, ampliar las plantas, generar valor agregado, dar empleo. Bueno, a nadie con poder de decisión. A los burócratas gordos que deciden el rumbo de la economía cubana quizás les gusta más el ron. Lo cierto es que hace años que se importan diversas marcas de cervezas. En los últimos viajes he conocido muchísimas marcas que nunca había visto antes. Esta vez conocí una marca china, la “singao”, o sea, “Tsingtao”. Leí que es la cerveza más popular de China. Me contaron que en algunos bares de la Habana, cuando quieres una, pides “una Díaz Canel, por favor”.

 

Admiraciones

Mi hermano CH es profesor de la universidad. De mis amigos, es de los pocos que había decidido quedarse en Cuba. Hace poco, no sin dolor, me dijo que él también se cansó. Del descaro de la dirigencia, de la manipulación política de las autoridades de la universidad, de los cínicos reportajes de la televisión, tan alejados de la realidad que vive el país en la calle, y otras muchas yerbas. Cada vez se me achica más la lista.

 


5.     Pa’ que el sabor, te digo, no se pierda

Hace muchos años me olvidé de llorar. Literalmente. No sé cómo llorar cuando corresponde. Muchas veces he tenido ganas y no me sale, he tenido necesidad y no he podido. He sufrido dolores físicos y del alma y nada. Las lágrimas me salen cuando les da la gana, cuando lo deciden, cuando no deberían, cuando no les toca. Con canciones, con reportajes, con recuerdos. La última vez me pasó ahora en Cuba, corriendo por la playa.

Correr por la orilla del mar es de las cosas más lindas que sé hacer. Hacerlo por las maravillosas playas del mar caribe es sublime, y si además es una playa que está sobre la isla que me vio nacer es aún más emocionante. Las naciones son un invento de los poderosos para separarnos a los seres humanos, para dominarnos mejor, lo sé, pero así todo tengo un amor por esa tierra, por esos paisajes, por la palma real. En éste viaje les mostraba a mis hijos que en Cuba, en cualquier paisaje que uno levante la vista, aparece una palma real.

Entonces iba yo corriendo por la arena, mirando esos colores deslumbrantes que tienen las playas allá y se me salieron las lágrimas. Iba escuchando la canción “Azúcar” de Los Van Van, en su versión original del año 1992. En el momento en que Angelito Bonne cantaba, “pa que el sabor, te digo, no se pierda, ahí viene Juan Formell con su bajo halando las cuatro cuerdas” empecé a llorar. Supe que lloraba por Juan Formell que ya no está, por Cubita y su difícil encrucijada, por el futuro que se ve negro. Por la nostalgia, por la distancia, porque mis hijos no tienen como tíos y tías del día a día a esos hermanos y hermanas que elegí un día y que hoy están desperdigados por ahí.

 

Muchos emigrantes vivimos con el sueño de volver algún día a ese país que nos vio nacer. A esas calles por las que corrimos y aprendimos a pelear, a hacer amigos, a querer, a odiar y a amar. Ese sueño puede ser más o menos consciente, pero está como una sombra escondida en nuestra propia sombra. En algún momento más que un sueño, o una esperanza, es una ilusión. Porque ese país ya no es el mismo, porque el país de nuestra imaginación es una tierra inventada, adornada, ilusoria que nunca existió tal vez. Porque nosotros tampoco somos los mismos.

Pero a pesar de todo eso, a veces imagino un futuro esplendoroso, un paraíso del futuro dónde todo es maravilloso y los cientos de miles que emigramos volvemos, nos instalamos, nos abrazamos, compartimos una botella de ron sentados en el contén del barrio. Al final en la imaginación uno puede hacer lo que quiera, quién se puede meter ahí a detener nada.

Qué lindo sería, ¿no? Que bueno sería que los yanquis sacaran sus narizotas de Cuba de una vez por todas y para siempre. Qué hermoso sería que pudiéramos elegir a nuestros dirigentes, que hubiera un gobierno realmente democrático, transparente, elegido por la mayoría. Sin burócratas atornillados a sus sillas de privilegios. Sin represión, sin tanta consigna vacía y tanto descaro.

Calderón de la Barca se estará riendo de mí desde algún rincón del universo diciéndome aquello de: “¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”. 





 


Hace años que escucho esa pregunta repetida en distintos foros y cónclaves. En algunas oportunidades he visto casi obligar a ciertas personas a responder que sí. En más de una ocasión me han recriminado que no use ese término para referirme al gobierno de Cuba. La verdad es que si se mira la definición del diccionario es casi inevitable responder que sí, hay una dictadura en Cuba con todas las de la ley. O sea, un pequeño grupo de personas dirige al país a su antojo sin someterse al veredicto de la población, ni a través del voto, ni a través de ningún otro mecanismo creíble. Es realmente poco serio tener en cuenta las teatrales elecciones que tienen lugar en Cuba cada cierto tiempo, pues no tienen valor real alguno. No obstante a lo anterior nunca uso el término por tres razones esenciales:


1)      El peso simbólico y la vereda ideológica

El término dictadura, en el caso cubano, ha adquirido un peso simbólico que va más allá de su definición formal. Se usa como un parte aguas ideológico. Llamarle dictadura al gobierno de cuba te sitúa simbólicamente a la derecha del espectro político. Es un término que ha usado siempre la derecha y con el que ha machacado insistentemente, usarlo te sitúa en una vereda ideológica en la que no quiero estar. 

 

2)      El peso histórico

En Latinoamérica está muy fresco el recuerdo de las sangrientas dictaduras del siglo XX. Procesos antidemocráticos que fueron profundamente criminales. Los muchos atropellos que ocurren en Cuba son lamentables y los condeno, pero equipararlos, aunque sea a través de un vocablo, con las dictaduras de Pinochet, Videla, Somoza, Stroessner, etc, sería desleal con la historia. Sería irrespetuoso con los miles de compañeros y compañeras detenidos desaparecidos.


3)      La “democracia” contrapuesta

Por último, llamarle dictadura a lo que hay en Cuba parecería estar diciendo que lo contrario que existe en la región es mucho mejor. Las supuestas “democracias” occidentales que existen en América Latina son también un desastre como sistema. Hay presos políticos, hay abusos indiscriminados por parte del estado y sus fuerzas del orden. Por sólo poner algunos ejemplos en Argentina mueren cada año centenares de personas en manos de las fuerzas estatales, en su mayoría chicos y chicas pobres. En Chile, perdieron la visión más de 400 personas por causa de la represión policial en el estallido social que tuvo lugar entre los años 2019 y 2021. En México asesinan a varios periodistas cada año sin que se vea solución a la vista. Y así podría seguir largo rato.

Además de todo esto, los sistemas capitalistas que imperan en la mayoría de estos países generan un nivel de desigualdad y pobreza en gran parte de sus poblaciones que cuesta imaginar que eso pueda ser llamado realmente democracia, pensando el significado original del vocablo: poder del pueblo.

 


(Con éste último punto no estoy diciendo que el sistema cubano sea bueno. Tiene algunas cosas buenas, que en el pasado fueron más y mejores, pero también un montón de injusticias, pobreza, atropellos, falta de libertades, falta de democracia y un largo etcétera. Pero es muy ingenuo pensar que con poner elecciones libres y la posibilidad de votar cada cuatro años se soluciona todo. Hay que pensar en un modo nuevo. A mí me gustaría un socialismo democrático, dónde el pueblo tenga la capacidad real y efectiva de elegir a sus representantes y la capacidad de revocarlos, dónde nadie sea discriminado por su manera de pensar, y que exista, además, un estado fuerte que vele por el bienestar básico de todos y todas. Es difícil eso, claro, pero quién dijo que sería fácil).

 


Creo, en definitiva, que es mucho mejor debatir ideas en profundidad que dejarse llevar por asociaciones binarias y maniqueas dónde te define si usas un término u otro para referirte a un gobierno. 



 



Anoche hice, quizás, el último gol de mi vida. Como en todo lo que hacemos, alguna vez será, inevitablemente, la última. Un día será la última vez que cargues a tu hijo en brazos, la última que corras hasta la parada porque se te va la guagua. Alguno será el último abrazo que le des a un amigo, el último beso a tu madre, la última vez que leas un libro completo, y así.

Hace un par de años que juego cada partido como si fuera el último. Cada vez me lesiono más, cada partido me duelen más músculos. Es normal. Es la ley de la vida que pasa y envejece. Es la regla de nuestra existencia con su melancólica condición efímera que muchas veces olvidamos. Por eso deberíamos hacer todo con esa idea, con ese impulso, con esa conciencia, con la misma pasión que se imploran los besos en “bésame mucho”.

Fue un lindo gol. De zurda, clavado en el ángulo. Desde el principio del partido me dolía la pierna derecha así que evitaba usarla. Por eso le pegué con mi pierna menos hábil, y la pelota se coló justo en la escuadra superior izquierda. Fue un disparo sin mucha potencia, porque la zurda es también mi pierna menos fuerte, pero la pelota fue a meterse ahí en la esquina, en ese ángulo recto que da una belleza inexplicable a los goles. Un buen arquero la hubiera atajado, lo sé, pero eso no quita belleza a la jugada. Las manos vacías del pibe que estaba en el arco, manoteando el aire, dibujando con su gesto una pelota inasible, quedaron en la foto de mi memoria.

Algo más le dio belleza al gol. Mientras la pelota volaba, alejándose de mi pie, pero sin haberse colado aún en ese rincón del arco, se escuchó el silbatazo que denotaba el fin del partido. Un pitazo largo, penetrante, que acompañó todo el recorrido de la pelota y dejó de zumbar en el aire, justo en el momento en que la pelota tocaba la red.

Era un partido entre amigos. Íbamos ganando dos a cero. Mi gol no definía nada, no cambiaba absolutamente nada tangible. Ni siquiera cambiaba quién ganaba ese partidito intrascendente, uno más entre los miles que se juegan cada noche en Buenos Aires. Pero yo lo festejé con toda la emoción, removí el puño en el aire, y grité para mis adentros, “gol, carajo”. Porque claro, quizás fue mi último gol. No lo sé. Nadie lo sabe. Pero la vida hay que intentar festejarla en cada minuto como si fuera el último suspiro, porque nadie sabe si será mañana cuando el colegiado de el silbatazo final y se lleve la pelota para  siempre.


 


La Habana es una ciudad peculiar, única en muchos sentidos. Por poner un ejemplo conocido, no debe haber otra en todo el globo terráqueo por dónde circulen, de manera regular, decenas de autos de mediados del siglo pasado. Imagino a un suizo que llegue a la isla sin conocimiento previo y salga a la calle a dar un paseo. Debe sentir que viajó en el tiempo. O sea, que si un día alguien con rasgos helvéticos, caminando por La Habana, se acerca y te pregunta, “Sorry, what year is this?”, no deberías de asombrarte. Además sé bueno y dile la verdad.

Hay muchas más cosas que la hacen particular, pero hay otra, también relacionada con el transporte, que me gusta en su singularidad. Lo que en Cuba conocemos como “coger botella”. Existe sí, en muchos lados del mundo, “hacer dedo” en la carretera, que es una idea similar. Pero la botella es un sistema solidario que ocurre dentro de la ciudad, con pregunta directa y de semáforo en semáforo.

La Habana es un lugar seguro, donde uno confía en alguien que no conoce al punto de subirlo a su carro. Además la gente suele ser desinhibida y abierta al diálogo. Es natural comunicarse en la calle con un desconocido o desconocida y entablar una conversación. Estos condimentos hacen posible éste peculiar método de movilidad.

Si bien es cierto que esta modalidad surgió debido al mal funcionamiento del transporte público, y sin dejar de soñar con que algún día éste mejore; también hay que decir que viendo los problemas que hay en otras metrópolis, dónde muchos carros llevan sólo un tripulante, causando congestión y contaminación, no es una tan mala idea.

No quiero romantizar la botella. Sé que mucha gente usa y ha usado ese medio de transporte sufriéndolo y porque no le queda otro remedio. Tampoco ignoro que particularmente algunas mujeres han tenido experiencias desagradables en botellas. Pero quizás no está mal que sea una opción más.

Lo ideal sería que haya un buen transporte público y que el que coja botella lo haga por elección. Pensarlo como idea de ciudadanía que se comunica y colabora con el medio ambiente, y cómo forma de tener ciudades con menos tráfico, y por tanto, más disfrutables.

Tal vez se podría implementar de modo organizado. Por ejemplo, con un sistema dónde botelleros y botelleantes se registren. Los participantes pondrían un cartelito en el auto dónde avisan que están en modo botella. Además la conductora o el conductor podría saber a quién lleva y viceversa. Así también se podría dar que algunos ciudadanos un día lleven en su auto y otro día ser llevados. ¿Parece imposible? Puede ser, no sé, nos han mentido en la cabeza que todo ha de gestarse a través del dinero, pero se puede intentar ir contra esa corriente.

 

En lo que logramos lo anterior, hace años que mucha gente se mueve en botella por la capital cubana. Yo cogí muchas veces botella y luego, cuando usaba el auto de mis padres, también daba botella siempre que podía. Recuerdo que en mis primeros años viviendo fuera de Cuba cuando me detenía en un semáforo, imaginaba que vendría alguien a preguntarme si seguía recto por la avenida.

El siguiente fragmento corresponde a mi novela inédita “En la próxima vuelta”, escrita en el 2007/2008. Si usted tiene ganas de coger botella junto a Malena, una de las protagonistas de la novela, pase y lea.

 


V

A mala hora Darío se mudó, piensa Malena y se posiciona en la acera de la avenida Boyeros. El sol está durísimo y en el semáforo hay un montón de gente luchando por lo mismo: conseguir que alguien los lleve. Si no voy a visitarlo así, de repente, sin pensármelo mucho, nunca veo a éste cabrón. Tan simpático que es mi amiguito lindo, piensa, sonríe con ternura. La competencia en el semáforo es grande. A su derecha hay dos jovencitas lindas y arregladas. Coloridas las dos, verde una, rosa la otra, llevan del mismo color la blusa, el cinto, las sandalias, el pulso de la mano y las hebillas del pelo. Antes era tan rico, piensa, caminar hasta la esquina, doblar y en un par de escalones estaba en casa de Darío. Pero hubo cambios, mudanzas, y ahora hay kilómetros que nos separan. Hace seis años ya de eso y todavía no me acostumbro.

El semáforo se pone en rojo, los carros se detienen. Malena estudia a los que tiene cerca. El calvo del Lada azul la mira con descaro, ella da un paso y piensa preguntarle si puede llevarla, pero le da mala espina la cara babosa del tipo. Un paso atrás y vuelve a su lugar en la acera. Luz verde y los carros salen llenándolos de humo. El calvo le saca la lengua al pasar. Cuando el día está malo para las botellas no hay manera, en todos los semáforos uno se demora, piensa. Es como si hubiera días malditos para la botella y días en los que parece que los carros te están esperando. Hoy es uno de los malos, está claro. Para colmo a esta hora todo el mundo está saliendo del trabajo. A su izquierda hay un muchacho joven con una bata blanca y un maletín en la mano. ¿Estará por entrar a una guardia? Como Darío se vaya lo mato, piensa. Ay, qué rico si cogiera una sola botellita que me llevara directo hasta el Casino Deportivo. De nuevo luz roja, mira los carros que tiene cerca, nada que sirva: hombre con mujer al lado, carro lleno, moto peligrosa. El muchacho con porte de médico se monta en una guagüita blanca como su bata. Ella se corre hacia la izquierda, verifica que las dos presumiditas siguen ahí. Se alegra. No estaba mal el muchacho, piensa y lo ve irse sentado como un niño bueno que gira la cabeza y le dedica un gesto afable de despedida, “ojalá te vayas rápido”, parece decirle con la cara. Malena sonríe. Ahora suda, se rehace el moño, se cambia el bolso de hombro. Mira a la parada atestada de gente, se convence de que hay que irse en botella. Piensa en lo divertida que sería esta ciudad con metro. Aunque seguramente el metro estaría siempre roto o con problemas. Imagina a una negra gorda sentada en la puerta del metro que de mala gana interrumpe su conversación con otra mujer y le dice: “no mi amol, hasta mañana no hay tren, lo siento” y muy oronda continúa hablando con su amiga. “¿Sigue por Boyeros, señor?”, el tipo no la mira, la ignora, sigue adelantando su carro, despacito hasta casi chocar al de alante. Estúpido, piensa, y le dan ganas de decírselo. Es verdad que no tiene obligación de llevarme pero no le cuesta nada responderme, es un acto de educación, es como si alguien me preguntara la hora y yo ni siquiera le contestara. ¿Por qué tuve que imaginarme a la mujer del metro negra? Si hubiera pensado en la directora General del metro de La Habana me la habría imaginado blanca, rubia, alta. Cambia la luz del semáforo, paran los carros otra vez. ¿Sigue por Boyeros señor? El hombre asiente con la cabeza, y se estira para quitar el seguro de la puerta delantera. Ella da la vuelta al carro con paso apresurado, abre, se sienta, deja escapar un suspiro de descanso.

[…]



Miami desde Key Biscayne Beach

En Miami la gente tiene menos libertades políticas que en La Habana. Lamentablemente nunca he estado en esa ciudad. Es un lugar que me encantaría conocer: porque tiene un peso en la realidad cubana pasada y actual, porque vive allí un montón de gente querida. No obstante, en el siglo XXI, para decir lo anterior no es necesario ir físicamente. Constantemente veo, leo, escucho manifestaciones que me hacen pensar lo que digo.

Me refiero a libertades reales y concretas. En teoría, en Miami, puedes expresar tu opinión libremente. Puedes ir y fundar una revista, un periódico, una radio y decir lo que te dé la gana. En La Habana, en Cuba, no puedes hacer nada de eso por definición, lo cual, he de decir, que me parece pésimo. Pero, decía, eso es en teoría. En la práctica, ¿puedes en Miami expresar, por ejemplo, que eres un fiel admirador de Fidel Castro? Supongamos que eso es demasiado. ¿Puedes decir públicamente que apoyas algunas políticas sociales del gobierno de Cuba? ¿Puedes hacerlo y seguir tu vida tranquilamente? Creo que ni soñando. ¿Que qué te puede pasar? Te montan en un dos por tres una campaña acusándote de lo peor que se puede ser en ese entorno,  “un comunista”. (Pobre Carlos Marx, tanto escribir, pensar, intentar dialogar, para que le hayan manoseado de esa manera las ideas, tanto los que lo denostan como los que dicen defenderlo, pero bueno, esa es otra historia). Decía, si se llega a la conclusión de que eres un real “comunista”, te cae encima un acoso dónde muy probablemente recibas agresiones, pierdas tu trabajo y se te haga difícil sobrevivir.

Valorar positivamente cosas que tengan que ver con el gobierno cubano sería un acto extremo, cuasi-suicida, que pocos cometen allí. Pero es peor aún: por mucho menos se te puede complicar la vida. Si eres un cubano con cierta fama, que va y viene a su país, y no quieres, digamos, hablar de política, eres ya sospechoso. Recibes presiones para que digas y apoyes el pensamiento único que parece se puede tener actualmente en ese entorno.

Hace unos años escribí sobre esta intolerancia extrema que se vive en aquellos lares a raíz de un concierto de Buena Fe en el Miami Dade Country Auditorium. En los últimos años parece que se ha recrudecido la cosa. Recientemente han cancelado conciertos y presentaciones a varios músicos cubanos. Incluso a algunos de renombre internacional y con residencia en la propia Florida. Probablemente hay una influencia de los vientos que corren, o sea los que soplan desde la casa blanca comandada por Donald Trump, un hombre con un estilo de comunicación sumamente intolerante y despótico, que cultiva la diatriba envenenada y agresiva para el que piense distinto a él.

Pensaba todo esto, entre otras cosas, luego de seguir someramente la “novela” de Descemer Bueno en las redes sociales. Para quién no lo conozca, Descemer es un talentoso músico cubano que vive en USA hace casi dos décadas, y que en los últimos años solía viajar a Cuba con frecuencia a dar conciertos u otros asuntos particulares. Hace años que me parece patético el recorrido de sus declaraciones, diciendo y desdiciéndose, tratando de quedar bien aquí y allá. Pero ahora ha ido un poco más lejos. Declaró, por ejemplo, que no visitaría más a su país de origen, puntualizando que no tocaría más en la isla. Luego subió la parada e instó a los cubanos que viven en Cuba a generar disturbios y vandalizar las tiendas. En otro video llegó al punto de decir que próximamente dejaría para siempre los escenarios. No quiero detenerme en detallar y analizar lo que ha dicho en su incontinente serie de videos, lo notorio es que está muy turbado. Estas llamativas declaraciones se producen en el contexto de una pelea que sostiene hace más de un año con el comisario político de moda en el ala “dura” del exilio cubano.

Me refiero a Alex Otaola. Un cubano que tiene una especie de programa de televisión que emite por YouTube todos los días hábiles de la semana. Un programa que pasó de ser más bien de chismes y detalles de la farándula a tener cada vez más contenido político. Desde su popular espacio el histriónico conductor pontifica sobre qué actitudes y opiniones son políticamente aceptables en una persona y cuáles no, particularmente si se trata de ciudadanos de origen cubano que viven en los Estados Unidos. Desde su tarima atemoriza a quién no siga los designios de sus posturas intransigentes. Para disciplinar o castigar a quienes incumplan esos mandatos de pensamiento no tiene pudor en mostrar videos íntimos, si los consigue, o develar cualquier información que consiga de la persona que elija como blanco. En sus programas muestra nombres, apellidos, fotos y cualquier dato que tenga de personas que le parezcan repudiables en su escala de valores. Por ejemplo, si eres alguien que hizo declaraciones en contra del bloqueo y estás viviendo actualmente en USA, puedes recibir el escrache correspondiente. Descemer es una de sus muchas víctimas y parece desesperado por salir del colimador y desmarcarse de las acusaciones que recibe desde esa tribuna. Para que no vayan a creer que es un “comunista” es capaz de dejar de visitar su país y decir cosas que jamás dijo antes. La presión no es poca.

 

Éste presentador no está solo. Hay otros comunicadores de ese entorno que tienen posturas similares. Pero sobre todo no está solo porque tiene miles de seguidores (no sólo en USA, también lo aplauden muchos cubanos y cubanas que viven en distintas latitudes). El asunto no es lo que piensen él y sus seguidores sino los métodos empleados y más que nada el resultado de ellos. Es decir, que haya personas con miedo a expresar lo que piensan.

Hace poco leía a un cubano que vive en esa ciudad de la Florida necesitando recalcar en varios escritos que no era comunista por apoyar a Joe Biden en las próximas elecciones norteamericanas. Una afirmación que mirada desde la distancia parece risible, pero allí se vuelve casi indispensable. Insultar con el epíteto de comunista a sus contrincantes demócratas es otro de los dislates del actual presidente norteamericano, Donald Trump, pero en Miami el calificativo cobra especial fuerza y es sumamente temido.

 

Sé de muchos cubanos y cubanas que viven en Estados Unidos y están en contra del bloqueo. Algunos de ellos lo expresan públicamente. Casi ninguno de los que se atreve vive en Miami. (Por cierto, estar en contra del bloqueo es algo que no debería ni siquiera parecer llamativo. Hace muchos años que la inmensa mayoría de los países reprueba en la ONU esa política injerencista del gobierno yanqui). Otaola y sus muchachos creen que está bien que las personas que viven en Cuba tengan condiciones más precarias de vida con tal de perjudicar a ese gobierno que tanto odian. El problema no es que haya gente a favor del bloqueo. Lo terrible es que ellos no toleren que haya gente que piense distinto. Lo paradójico es que lo hagan como abanderados de la libertad de pensamiento.

Uno de los silogismos que guía a los que sostienen estas posturas intransigentes es falaz. Se basa en que si alguien decidió emigrar no puede criticar al gobierno, o al sistema, del país dónde reside y, menos aún, puede elogiar algo del gobierno de Cuba. Según la lógica de esa línea de pensamiento, si vas a elogiar algo de Cuba tienes que irte a vivir a la isla, porque lo otro es hipócrita e inadmisible. Vaya concepto extraño de libertad. En mi opinión cada quién puede vivir dónde le dé la gana y opinar cómo quiera sin que lo uno o lo otro sea reprochable per sé. Luego se pueden debatir los argumentos, pero sin que ninguna postura sea inválida a priori.

 

En Cuba a los opositores y periodistas independientes los detienen, los vigilan, los citan, les realizan interrogatorios e indagaciones sin una orden con justificación clara. En algunos casos los someten a procesos judiciales de dudosa calidad institucional y claridad procesal, que a veces terminan en condenas cuestionables.

También, en ciertas fechas, muchos opositores y periodistas quedan presos en sus casas, dado que les ponen oficiales de la seguridad del estado que no les permite salir por varias horas, o días en el peor de los casos. Últimamente han agregado la práctica de cortarles los datos de internet en ciertos horarios, entre otras muchas cosas. Todas esas actitudes del gobierno cubano me parecen sumamente repudiables y creo que es evidente que cercenan libertades cívicas y políticas básicas. Al principio de este texto decía que en Miami hay menos libertades políticas que en La Habana. Quizás la afirmación peca de no ser exacta, digo, no pretendo establecer un ranking de libertades, esto no es una competencia. Lo lamentable es que en uno u otro lado falten esas libertades. Y a su vez es singular que los del norte ejerzan esa censura en nombre de la libertad.

Alguien podría decir que en el caso de Cuba la censura es más grave, porque la realiza “el poder”. Creo que hay ahí un error. En ambos casos las realiza “el poder”, pues éste no lo ejerce solamente el poder político gobernante, como muchas veces se piensa. En muchos lugares de éste mundo el poder económico tiene mucha más capacidad de incidencia que cualquier otro.

En el caso que aquí estoy tratando, o sea, el de los censores libertarios del ala dura del exilio cubano, es manifiesto su poder de fuego. Aunque sostengan posturas que no son quizás la de la mayoría de los emigrados cubanos, tienen suficiente poder como para atemorizar a muchos de decir su opinión. Ya sea porque tienen capacidad de movilización y pueden montarte un meeting y un escrache público, porque son capaces de presionar a dueños de locales para que suspendan presentaciones, o porque tienen influencia en el otorgamiento de visas y residencias.

 

Un último ingrediente interesante de esta “paradoja de la libertad” es que estos sectores emplean los mismos argumentos que el gobierno que tanto odian y critican. Si alguien en Miami se manifiesta a favor de algunas medidas que toma el gobierno de la Habana, lo acusan rápidamente de agente, de “pagado por el régimen”. El mismo caminito que emplean las autoridades cubanas cuando alguien es muy crítico: se apresuran a tildarlo de mercenario y pagado por USA. También se parecen en la forma en que disparan su intolerancia hacia los que no están en su extremo correspondiente. Otaola no duda en tildar de tibios y pseudopositores a medios independientes como El estornudo, que dispara con bazuca, en muchos de sus artículos, contra el gobierno cubano. De igual forma los extremistas de la isla (que no son todos los del gobierno, ni muchos menos todos los que apoyan en alguna medida al gobierno), tildan de enemigos a sitios de opinión que sin dejar de ser críticos no se paran de ninguna manera en la vereda opuesta, como puede ser La Joven Cuba. Cómo última similitud es notorio cómo en ambos extremos están convencidos de que están haciendo lo mejor por el futuro de Cuba y su pueblo.

 

A mí me gustaría que construyéramos una Cuba realmente inclusiva y plural, donde quepan todas las posiciones y opiniones. Sé que en ambas orillas (metafóricas, más allá del lugar físico del planeta donde se encuentren las personas que las sostienen) hay muchísimas personas que prefieren otros caminos. Sin dudas éste es un mundo cada vez más polarizado en todo sentido. No es algo solamente del conflicto nacional. Cada lugar tiene que intentar sortear la polarización como le sea posible. A mí que no me llamen ni unos extremistas, ni otros, salvo que quieran dialogar. Si es para imponerme sus verdades, no, gracias.



Foto: Kaloian Santos Cabrera

Hace una hora que Marina da vueltas en la cama. Afuera de su casa apenas se escuchan ruidos. Parece que todos duermen. Habitualmente, si Marina deja la ventana abierta, entra, arrollador, el ruido del tráfico de la avenida que pasa frente a su edificio. Ahora no. Hace varias noches que entran sólo la brisa de la noche y el silencio.

De todas maneras ella no se puede dormir. La preocupación no la deja. Hace unas horas, sobre las 6 la tarde, se enteró de que el ascensor está roto. Aunque para ella no es tanto bajar y subir 9 pisos, siempre la ha perturbado que el ascensor no funcione. Le da una sensación de prisión, de agobio, de incapacidad de escapar rápido si fuera necesario.

Su madre, en el cuarto de al lado, tampoco puede dormir. Escucha su respiración, la de su madre, y sabe que no es la de dormir. La escucha dar vueltas en la cama y la imagina también preocupada.

Marina se engaña. Lo sabe. Como cualquiera que intenta mentirse a sí mismo, sabe bien qué es lo que realmente le preocupa. No es el elevador averiado. Como suele pasar con esa coraza inútil de la negación, Marina sabe perfectamente que la desvela otra cosa.

Un rato antes de que un vecino le contara el problema del ascensor sonó el teléfono de casa. Con una voz que intentaba ser cálida le comunicaron que ella y su madre habían dado positivo en la prueba de COVID19 que se habían hecho dos días atrás. La voz  le preguntó si tenían síntomas. Ella dijo que no. La voz helada le preguntó si vivían solas. Ella que sí. Entonces le dijo que no salieran de casa. Que se comunicarían otra vez mañana con más instrucciones. Que si empezaban con alguno de los síntomas llamara rápidamente al número que le pasó, y cortó.

Marina colgó y se propuso no hacerse la cabeza. No pensar mucho en eso. Actuar con sobriedad. No dejar que la traicionara su mente. Estaría atenta a los síntomas que pudieran presentar ella o su madre, pero no le diría nada a ella. Es más fácil controlar una mente que dos, pensó.

Ahora se pregunta por qué su madre no podría dormirse. No podía haber escuchado la conversación telefónica porque estaba en el balcón, lejos. La veía mecerse en su sillón mientras hablaba con la voz congelada. No le iba a preguntar qué le pasaba, por qué no podía conciliar el sueño, eso podría alarmarla.

- Marina – escuchó la voz de su madre que la llamaba.

- ¿Sí, mamá?

- Hija, ¿están cerradas las ventanas?

- No, mamá, están todas abiertas, las de la sala, las de la cocina. ¿Por qué? –le dijo todavía sin levantarse.

- Y ahí en tu cuarto, ¿también falta el aire?

FIN

Para mí ahí termina el cuento. Sé que hay gente a la que le cuesta mucho el suspenso. Para ellos, escribo entonces, dos finales posibles. Si alguno que leyó la historia necesita un final puede elegir alguno de los siguientes.

FINAL ENFERMO


FINAL FELIZ




El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. Se levanta, entra en la habitación, le toca la frente. “Mamá, tienes fiebre”, le dice. Va a la mesita del teléfono, busca, revuelve, no encuentra el papel. Aún no ve bien por el cambio de la oscuridad a la luz. Arruga los ojos, estruja papeles que no son. “¿Dónde lo anoté, mierda?”, dice entre dientes. “Marina, me traes agua, por favor”, le dice la mamá con la voz más agitada que antes. Se dio cuenta de todo, piensa. Ninguna de las dos dice nada al respecto. Va a la cocina, sirve un vaso de agua fría. Le tiemblan las manos. Le lleva el agua, trata de controlar el pulso, no puede. Moja levemente a su madre que agarra el vaso y no le reprocha. Vuelve a la sala, ve el papel en el suelo. Llama y le da ocupado. Aprieta el puño, respira profundo. Contiene las lágrimas, vuelve a llamar. Ocupado. Así está un rato hasta que comunica. Le dan instrucciones. Les explica lo del ascensor. Le dicen que esperen en casa.  

Cuando llegan a la planta baja y salen del edificio Marina levanta la vista y ve que hay gente en todas las ventanas. O eso le parece. ¿Cómo pudieron enterarse del operativo? La ambulancia no llegó con la sirena puesta. ¿Será que nadie dormía a pesar del silencio?

Su madre se ve inquieta en la camilla. Los enfermeros, con esos trajes blancos de astronautas, impresionan. Cuesta entender lo que dicen detrás de las máscaras que llevan. Logra comprender que irán en ambulancias diferentes. Les pide esperar a que acomoden a la anciana. Sus astronautas asienten y esperan a que los otros acomoden la camilla.

La última vez que vio a su mamá con vida tenía un coso plástico en la nariz que la ayudaba a respirar. “Te quiero, mamá”, le dijo, pero duda que la haya escuchado. Entre la mascarilla, los nervios, las miradas, los astronautas, no fue capaz de hablar más alto. Se lamenta ahora. Mira el termómetro. Ya no tiene fiebre.

Subscribe to RSS Feed Follow me on Twitter!