Miami desde Key Biscayne Beach

En Miami la gente tiene menos libertades políticas que en La Habana. Lamentablemente nunca he estado en esa ciudad. Es un lugar que me encantaría conocer: porque tiene un peso en la realidad cubana pasada y actual, porque vive allí un montón de gente querida. No obstante, en el siglo XXI, para decir lo anterior no es necesario ir físicamente. Constantemente veo, leo, escucho manifestaciones que me hacen pensar lo que digo.

Me refiero a libertades reales y concretas. En teoría, en Miami, puedes expresar tu opinión libremente. Puedes ir y fundar una revista, un periódico, una radio y decir lo que te dé la gana. En La Habana, en Cuba, no puedes hacer nada de eso por definición, lo cual, he de decir, que me parece pésimo. Pero, decía, eso es en teoría. En la práctica, ¿puedes en Miami expresar, por ejemplo, que eres un fiel admirador de Fidel Castro? Supongamos que eso es demasiado. ¿Puedes decir públicamente que apoyas algunas políticas sociales del gobierno de Cuba? ¿Puedes hacerlo y seguir tu vida tranquilamente? Creo que ni soñando. ¿Que qué te puede pasar? Te montan en un dos por tres una campaña acusándote de lo peor que se puede ser en ese entorno,  “un comunista”. (Pobre Carlos Marx, tanto escribir, pensar, intentar dialogar, para que le hayan manoseado de esa manera las ideas, tanto los que lo denostan como los que dicen defenderlo, pero bueno, esa es otra historia). Decía, si se llega a la conclusión de que eres un real “comunista”, te cae encima un acoso dónde muy probablemente recibas agresiones, pierdas tu trabajo y se te haga difícil sobrevivir.

Valorar positivamente cosas que tengan que ver con el gobierno cubano sería un acto extremo, cuasi-suicida, que pocos cometen allí. Pero es peor aún: por mucho menos se te puede complicar la vida. Si eres un cubano con cierta fama, que va y viene a su país, y no quieres, digamos, hablar de política, eres ya sospechoso. Recibes presiones para que digas y apoyes el pensamiento único que parece se puede tener actualmente en ese entorno.

Hace unos años escribí sobre esta intolerancia extrema que se vive en aquellos lares a raíz de un concierto de Buena Fe en el Miami Dade Country Auditorium. En los últimos años parece que se ha recrudecido la cosa. Recientemente han cancelado conciertos y presentaciones a varios músicos cubanos. Incluso a algunos de renombre internacional y con residencia en la propia Florida. Probablemente hay una influencia de los vientos que corren, o sea los que soplan desde la casa blanca comandada por Donald Trump, un hombre con un estilo de comunicación sumamente intolerante y despótico, que cultiva la diatriba envenenada y agresiva para el que piense distinto a él.

Pensaba todo esto, entre otras cosas, luego de seguir someramente la “novela” de Descemer Bueno en las redes sociales. Para quién no lo conozca, Descemer es un talentoso músico cubano que vive en USA hace casi dos décadas, y que en los últimos años solía viajar a Cuba con frecuencia a dar conciertos u otros asuntos particulares. Hace años que me parece patético el recorrido de sus declaraciones, diciendo y desdiciéndose, tratando de quedar bien aquí y allá. Pero ahora ha ido un poco más lejos. Declaró, por ejemplo, que no visitaría más a su país de origen, puntualizando que no tocaría más en la isla. Luego subió la parada e instó a los cubanos que viven en Cuba a generar disturbios y vandalizar las tiendas. En otro video llegó al punto de decir que próximamente dejaría para siempre los escenarios. No quiero detenerme en detallar y analizar lo que ha dicho en su incontinente serie de videos, lo notorio es que está muy turbado. Estas llamativas declaraciones se producen en el contexto de una pelea que sostiene hace más de un año con el comisario político de moda en el ala “dura” del exilio cubano.

Me refiero a Alex Otaola. Un cubano que tiene una especie de programa de televisión que emite por YouTube todos los días hábiles de la semana. Un programa que pasó de ser más bien de chismes y detalles de la farándula a tener cada vez más contenido político. Desde su popular espacio el histriónico conductor pontifica sobre qué actitudes y opiniones son políticamente aceptables en una persona y cuáles no, particularmente si se trata de ciudadanos de origen cubano que viven en los Estados Unidos. Desde su tarima atemoriza a quién no siga los designios de sus posturas intransigentes. Para disciplinar o castigar a quienes incumplan esos mandatos de pensamiento no tiene pudor en mostrar videos íntimos, si los consigue, o develar cualquier información que consiga de la persona que elija como blanco. En sus programas muestra nombres, apellidos, fotos y cualquier dato que tenga de personas que le parezcan repudiables en su escala de valores. Por ejemplo, si eres alguien que hizo declaraciones en contra del bloqueo y estás viviendo actualmente en USA, puedes recibir el escrache correspondiente. Descemer es una de sus muchas víctimas y parece desesperado por salir del colimador y desmarcarse de las acusaciones que recibe desde esa tribuna. Para que no vayan a creer que es un “comunista” es capaz de dejar de visitar su país y decir cosas que jamás dijo antes. La presión no es poca.

 

Éste presentador no está solo. Hay otros comunicadores de ese entorno que tienen posturas similares. Pero sobre todo no está solo porque tiene miles de seguidores (no sólo en USA, también lo aplauden muchos cubanos y cubanas que viven en distintas latitudes). El asunto no es lo que piensen él y sus seguidores sino los métodos empleados y más que nada el resultado de ellos. Es decir, que haya personas con miedo a expresar lo que piensan.

Hace poco leía a un cubano que vive en esa ciudad de la Florida necesitando recalcar en varios escritos que no era comunista por apoyar a Joe Biden en las próximas elecciones norteamericanas. Una afirmación que mirada desde la distancia parece risible, pero allí se vuelve casi indispensable. Insultar con el epíteto de comunista a sus contrincantes demócratas es otro de los dislates del actual presidente norteamericano, Donald Trump, pero en Miami el calificativo cobra especial fuerza y es sumamente temido.

 

Sé de muchos cubanos y cubanas que viven en Estados Unidos y están en contra del bloqueo. Algunos de ellos lo expresan públicamente. Casi ninguno de los que se atreve vive en Miami. (Por cierto, estar en contra del bloqueo es algo que no debería ni siquiera parecer llamativo. Hace muchos años que la inmensa mayoría de los países reprueba en la ONU esa política injerencista del gobierno yanqui). Otaola y sus muchachos creen que está bien que las personas que viven en Cuba tengan condiciones más precarias de vida con tal de perjudicar a ese gobierno que tanto odian. El problema no es que haya gente a favor del bloqueo. Lo terrible es que ellos no toleren que haya gente que piense distinto. Lo paradójico es que lo hagan como abanderados de la libertad de pensamiento.

Uno de los silogismos que guía a los que sostienen estas posturas intransigentes es falaz. Se basa en que si alguien decidió emigrar no puede criticar al gobierno, o al sistema, del país dónde reside y, menos aún, puede elogiar algo del gobierno de Cuba. Según la lógica de esa línea de pensamiento, si vas a elogiar algo de Cuba tienes que irte a vivir a la isla, porque lo otro es hipócrita e inadmisible. Vaya concepto extraño de libertad. En mi opinión cada quién puede vivir dónde le dé la gana y opinar cómo quiera sin que lo uno o lo otro sea reprochable per sé. Luego se pueden debatir los argumentos, pero sin que ninguna postura sea inválida a priori.

 

En Cuba a los opositores y periodistas independientes los detienen, los vigilan, los citan, les realizan interrogatorios e indagaciones sin una orden con justificación clara. En algunos casos los someten a procesos judiciales de dudosa calidad institucional y claridad procesal, que a veces terminan en condenas cuestionables.

También, en ciertas fechas, muchos opositores y periodistas quedan presos en sus casas, dado que les ponen oficiales de la seguridad del estado que no les permite salir por varias horas, o días en el peor de los casos. Últimamente han agregado la práctica de cortarles los datos de internet en ciertos horarios, entre otras muchas cosas. Todas esas actitudes del gobierno cubano me parecen sumamente repudiables y creo que es evidente que cercenan libertades cívicas y políticas básicas. Al principio de este texto decía que en Miami hay menos libertades políticas que en La Habana. Quizás la afirmación peca de no ser exacta, digo, no pretendo establecer un ranking de libertades, esto no es una competencia. Lo lamentable es que en uno u otro lado falten esas libertades. Y a su vez es singular que los del norte ejerzan esa censura en nombre de la libertad.

Alguien podría decir que en el caso de Cuba la censura es más grave, porque la realiza “el poder”. Creo que hay ahí un error. En ambos casos las realiza “el poder”, pues éste no lo ejerce solamente el poder político gobernante, como muchas veces se piensa. En muchos lugares de éste mundo el poder económico tiene mucha más capacidad de incidencia que cualquier otro.

En el caso que aquí estoy tratando, o sea, el de los censores libertarios del ala dura del exilio cubano, es manifiesto su poder de fuego. Aunque sostengan posturas que no son quizás la de la mayoría de los emigrados cubanos, tienen suficiente poder como para atemorizar a muchos de decir su opinión. Ya sea porque tienen capacidad de movilización y pueden montarte un meeting y un escrache público, porque son capaces de presionar a dueños de locales para que suspendan presentaciones, o porque tienen influencia en el otorgamiento de visas y residencias.

 

Un último ingrediente interesante de esta “paradoja de la libertad” es que estos sectores emplean los mismos argumentos que el gobierno que tanto odian y critican. Si alguien en Miami se manifiesta a favor de algunas medidas que toma el gobierno de la Habana, lo acusan rápidamente de agente, de “pagado por el régimen”. El mismo caminito que emplean las autoridades cubanas cuando alguien es muy crítico: se apresuran a tildarlo de mercenario y pagado por USA. También se parecen en la forma en que disparan su intolerancia hacia los que no están en su extremo correspondiente. Otaola no duda en tildar de tibios y pseudopositores a medios independientes como El estornudo, que dispara con bazuca, en muchos de sus artículos, contra el gobierno cubano. De igual forma los extremistas de la isla (que no son todos los del gobierno, ni muchos menos todos los que apoyan en alguna medida al gobierno), tildan de enemigos a sitios de opinión que sin dejar de ser críticos no se paran de ninguna manera en la vereda opuesta, como puede ser La Joven Cuba. Cómo última similitud es notorio cómo en ambos extremos están convencidos de que están haciendo lo mejor por el futuro de Cuba y su pueblo.

 

A mí me gustaría que construyéramos una Cuba realmente inclusiva y plural, donde quepan todas las posiciones y opiniones. Sé que en ambas orillas (metafóricas, más allá del lugar físico del planeta donde se encuentren las personas que las sostienen) hay muchísimas personas que prefieren otros caminos. Sin dudas éste es un mundo cada vez más polarizado en todo sentido. No es algo solamente del conflicto nacional. Cada lugar tiene que intentar sortear la polarización como le sea posible. A mí que no me llamen ni unos extremistas, ni otros, salvo que quieran dialogar. Si es para imponerme sus verdades, no, gracias.



Foto: Kaloian Santos Cabrera

Hace una hora que Marina da vueltas en la cama. Afuera de su casa apenas se escuchan ruidos. Parece que todos duermen. Habitualmente, si Marina deja la ventana abierta, entra, arrollador, el ruido del tráfico de la avenida que pasa frente a su edificio. Ahora no. Hace varias noches que entran sólo la brisa de la noche y el silencio.

De todas maneras ella no se puede dormir. La preocupación no la deja. Hace unas horas, sobre las 6 la tarde, se enteró de que el ascensor está roto. Aunque para ella no es tanto bajar y subir 9 pisos, siempre la ha perturbado que el ascensor no funcione. Le da una sensación de prisión, de agobio, de incapacidad de escapar rápido si fuera necesario.

Su madre, en el cuarto de al lado, tampoco puede dormir. Escucha su respiración, la de su madre, y sabe que no es la de dormir. La escucha dar vueltas en la cama y la imagina también preocupada.

Marina se engaña. Lo sabe. Como cualquiera que intenta mentirse a sí mismo, sabe bien qué es lo que realmente le preocupa. No es el elevador averiado. Como suele pasar con esa coraza inútil de la negación, Marina sabe perfectamente que la desvela otra cosa.

Un rato antes de que un vecino le contara el problema del ascensor sonó el teléfono de casa. Con una voz que intentaba ser cálida le comunicaron que ella y su madre habían dado positivo en la prueba de COVID19 que se habían hecho dos días atrás. La voz  le preguntó si tenían síntomas. Ella dijo que no. La voz helada le preguntó si vivían solas. Ella que sí. Entonces le dijo que no salieran de casa. Que se comunicarían otra vez mañana con más instrucciones. Que si empezaban con alguno de los síntomas llamara rápidamente al número que le pasó, y cortó.

Marina colgó y se propuso no hacerse la cabeza. No pensar mucho en eso. Actuar con sobriedad. No dejar que la traicionara su mente. Estaría atenta a los síntomas que pudieran presentar ella o su madre, pero no le diría nada a ella. Es más fácil controlar una mente que dos, pensó.

Ahora se pregunta por qué su madre no podría dormirse. No podía haber escuchado la conversación telefónica porque estaba en el balcón, lejos. La veía mecerse en su sillón mientras hablaba con la voz congelada. No le iba a preguntar qué le pasaba, por qué no podía conciliar el sueño, eso podría alarmarla.

- Marina – escuchó la voz de su madre que la llamaba.

- ¿Sí, mamá?

- Hija, ¿están cerradas las ventanas?

- No, mamá, están todas abiertas, las de la sala, las de la cocina. ¿Por qué? –le dijo todavía sin levantarse.

- Y ahí en tu cuarto, ¿también falta el aire?

FIN

Para mí ahí termina el cuento. Sé que hay gente a la que le cuesta mucho el suspenso. Para ellos, escribo entonces, dos finales posibles. Si alguno que leyó la historia necesita un final puede elegir alguno de los siguientes.

FINAL ENFERMO


FINAL FELIZ




El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. Se levanta, entra en la habitación, le toca la frente. “Mamá, tienes fiebre”, le dice. Va a la mesita del teléfono, busca, revuelve, no encuentra el papel. Aún no ve bien por el cambio de la oscuridad a la luz. Arruga los ojos, estruja papeles que no son. “¿Dónde lo anoté, mierda?”, dice entre dientes. “Marina, me traes agua, por favor”, le dice la mamá con la voz más agitada que antes. Se dio cuenta de todo, piensa. Ninguna de las dos dice nada al respecto. Va a la cocina, sirve un vaso de agua fría. Le tiemblan las manos. Le lleva el agua, trata de controlar el pulso, no puede. Moja levemente a su madre que agarra el vaso y no le reprocha. Vuelve a la sala, ve el papel en el suelo. Llama y le da ocupado. Aprieta el puño, respira profundo. Contiene las lágrimas, vuelve a llamar. Ocupado. Así está un rato hasta que comunica. Le dan instrucciones. Les explica lo del ascensor. Le dicen que esperen en casa.  

Cuando llegan a la planta baja y salen del edificio Marina levanta la vista y ve que hay gente en todas las ventanas. O eso le parece. ¿Cómo pudieron enterarse del operativo? La ambulancia no llegó con la sirena puesta. ¿Será que nadie dormía a pesar del silencio?

Su madre se ve inquieta en la camilla. Los enfermeros, con esos trajes blancos de astronautas, impresionan. Cuesta entender lo que dicen detrás de las máscaras que llevan. Logra comprender que irán en ambulancias diferentes. Les pide esperar a que acomoden a la anciana. Sus astronautas asienten y esperan a que los otros acomoden la camilla.

La última vez que vio a su mamá con vida tenía un coso plástico en la nariz que la ayudaba a respirar. “Te quiero, mamá”, le dijo, pero duda que la haya escuchado. Entre la mascarilla, los nervios, las miradas, los astronautas, no fue capaz de hablar más alto. Se lamenta ahora. Mira el termómetro. Ya no tiene fiebre.


El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. No podemos tener los síntomas del virus al mismo tiempo, se dice. Hace unos minutos no sentía nada extraño y de repente tampoco puede respirar bien. No sabe qué reponderle a su madre.

-¿Marina, estás despierta, escuchaste lo que te pregunté? –la voz más agitada que antes.

Tiene que levantarse. Tiene que llamar a urgencias, tiene que ir a ver cómo está su madre. Se quita la sábana de encima. Se dispone a moverse pero sus piernas no responden. “Voy para allá, mamá”, intenta decir pero su voz no sale. Se mueve, cierra los ojos con fuerza. Abre los ojos.

La madre la mira fijamente. Tiene un vestido rojo intenso en la foto que tiene en la pared del cuarto. Ella, Marina, está sudada, acalambrada. Se levanta, va a la cocina, se sirve café, le da un beso a su esposo, que le propone ir a caminar a la playa. La casa que acaban de comprar está a media cuadra del mar. “Uff, qué pesadilla tuve, amor, no te imaginas”. “¿Sí?, ¿qué pasaba?”, pregunta él. “Te cuento por el camino”. Se alistan. Salen.

-¿Todo el planeta encerrado por temor a un virus? Qué loco, ¿no? –dice él, metiendo los pies en el agua fría del mar-. ¿Cómo era que se llamaba el virus?

-No sé, corongavirus, algo así.

   Los dos se ríen, ella también mete los pies en el agua y siguen caminando por la orilla. 

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