Me dijo: “calma no es quietud”.

EPDLM

 

Con esta quinta pincelada termino la serie. No estoy inspirado. Lo siento (en ambos sentidos). Me llegan repercusiones. Gustavo, desde Seattle, me dice que me faltan matices, que no aquilato los privilegios que tenía cuando vivía en Cuba, le discuto, pero algo de razón tiene. Ale, desde Santiago de Chile, me dice que los textos están fomes (aburridos), no le discuto nada. También un poco de razón tiene. Honré la amistad. Cumplí con los guardianes de la tradición. Así que sin culpa puedo cantar: “me voooooy, pa’ mi casa. No obstante, antes, les dejo un road trip de despedida.


Cuando voy a Cuba siento que el tiempo va a una velocidad distinta. Acelerada. Amigos. Familiares. Compromisos. Visitas. Lista de cosas que no quiero dejar de hacer y que nunca puedo completar. Villa Clara. Ir a la playa. Paseos con y sin niños. Conseguir cosas para hacer el almuerzo. Caminar por el Malecón. Se rompió el motor, no hay agua. Conseguir un plomero. Regalos para la vuelta. A fulano que lo quiero ver de nuevo. Comprar algo para que los niños tengan merienda y evitar así que se cuele Capricheta. Bailar. Salir de noche. Trámites. Comprar ron para llevarme y que me dure hasta el próximo viaje. Aprovechar el día. Y así, un día estoy llegando al aeropuerto José Martí, el oficial que me acuña el pasaporte me dice “Bienvenido a la Patria”, pestañeo, y ya estoy de vuelta camino a Rancho Boyeros para tomar el avión de regreso. ¿A ustedes también les pasa? Vamos, entonces, con ese ritmo huracanado. Ajústense los cinturones.

 


Arribamos a La Habana de madrugada. Llueve a cántaros. El señor que nos iba a buscar tuvo un problema, me avisa mi papá durante la escala en Panamá. Salgo haciéndome el de que a mí no me van a meter precio turista. Veinticinco dólares. Ta’s loco, papi. El tipo me mira con una sonrisa compasiva, casi paternal, se aleja unos metros. Miro a mi alrededor a ver qué puedo luchar. Cada taxista tiene más cara de camaján que el otro. Pienso en reclamar el precio oficial que dice en un cartel inmenso (unos 10 dólares al cambio de la calle). Pero, ¿a quién? Veo un señor de camisa azul que viene caminando y pienso que es el indicado. Me da una esperanza. Miro bien y me doy cuenta de que es el señor de la limpieza. Los niños lloran. Salimos de Buenos Aires hace más de 15 horas. Evito mirar a Yaimita porque conozco su amorosa mirada de hambre y cansancio. El primer taxista se acerca igual de afable que antes. Te lo puedo dejar en veinte. Vamos. “Bienvenido a la Patria”, repito para mis adentros.


Llegamos pasadas las dos de la mañana. Nos abre la puerta mi mamá que llegó al mediodía desde Chile. Al otro día temprano empieza el juego. Voy, vengo, subo a casa de mi papá, bajo. Dejamos a los niños con una abuela, con la otra. Están encantados de la vida, hacen los que les da la gana. Cambio dinero. Le grito a mi amiga Iliana por el muro del patio para saludarla. No me responde. Le compro a un carretillero que pasa por la calle con frutas y verduras. Aún no me ubico con los precios. Ciento veinte pesos la libra de guayaba.


Camino por el barrio. Veo algunas casas que han comprado y refaccionado. También varios baches nuevos. Saludo a algunos vecinos que me cruzo. No sé si han pasado dos o tres días desde que llegamos. Salgo a correr por 5ta Avenida. El refrigerador no enfría bien. Me preocupa. Llamo a mi primo Osvaldito, a ver si sabe qué tiene. Me dice que tengo que apagarlo, darle 12 vueltas a una llavecita que tiene por atrás y volver a encenderlo dos horas después. Sigo sus orientaciones. Dormimos poco cada noche, por suerte no hay calor. Salimos a comer. Hay varios restaurancitos nuevos por el barrio.


La abuela Susana llega desde Santa Clara, la vamos a buscar a la terminal. Cuando la vemos tiene puestos 3 abrigos y dos frazadas. Hay 18 grados. Por la noche quedamos con María Karla, tengo que aprovechar y verla, porque se va de viaje unos días. Se arma comida en la casa. Pedimos en waka-waka, Ili recomienda. Tienen delivery. Lo del refrigerador no funcionó. Oliverio se reencuentra con Nina y Maia, las hijas de mis amigas, sus primas de La Habana. Tabaré no las recuerda, pero también se reencuentra. Corretean. Se ponen a jugar en el patio y aparecen con los pies llenos de fango. Manda pinga.


Averiguo que hay en la agenda cultural. Mañana toca “Cuarto tiempo” en Fangio. No sé quiénes son pero está invitado Abreu. Seguro está bueno. Fangio es un bar en la terraza del Claxon, un hotel boutique privado que hay en la calle Paseo, en el Vedado. Es nuevo, tampoco lo conozco. Llamo, reservo. Mi papá y Sonia se suman, también viene el Humber. Parqueamos en la cuadra de al lado, sobre la calle 21. Está más oscura que la cueva de Gollum. El parqueador tiene una lámpara poderosa. Te cuida el carro y te alumbra para bajar y llegar a la avenida. Servicio completo. La terraza es hermosa. Está lindo el ambiente, el clima. La carta es con precios internacionales, pero están ricos los tragos. En la mesa delante de mí está sentado Alexander y su familia. Se sube a tocar la trompeta en un par de temas. Cuando termina el concierto me saco una foto, hablamos dos minutos. El viaje entero ya está pagado.


Llevo días intentando encontrarme con el Flaco pero aún no lo logro. Es la figurita difícil. Sí, el más viajero de mis hermanos también está en la isla. Son tantos mis amigos que emigraron, que cuando voy siempre me cruzo con algunos que también están de visita. Al final lo consigo. Nos vamos a ver a “El Noro y Primera Clase” que tocan en el salón rojo del Capri. Estoy contento por partida doble, al Noro lo escucho todas las semanas y escribí una nota sobre su último disco, pero no lo había podido ver en vivo. El lugar está lejos de estar lleno. Después compruebo que mucha gente no lo conoce. No entiendo a éste mundo. Empiezan a tocar a la 1 de la mañana, nos da tiempo a actualizarnos con el Flaco. Durante muchos años nos vimos todos los días y casi todas las noches, ahora no nos vemos en persona hace más de cinco. El Noro no me defrauda: lo que brilla con luz propia no hay quién lo pueda apagar.


Alquilamos un carro. Nos vamos a Santa Clara. Allá nos espera la familia. Julito me avisa que no pudo conseguir garbanzos por ningún lado. Se nos rompe una tradición. Veníamos bien, pero todo tiene su límite. Alex, un amigo, me dice que me lleve una canistra con veinte litros en el maletero, o nos vamos a quedar botao’s. No hay gasolina, o hay muy poca. En La Habana hay larguísimas colas en todas las estaciones de servicio, salvo en las tres que son para carros rentados. En las provincias es diferente, me dice mi amigo, muchas veces no hay tampoco en las de renta. Traemos mucho equipaje, regalos y pedidos de toda la familia. El auto es pequeñito. Nunca escuché antes la palabra canistra, es horrible. De todas maneras no nos cabe. Lleno el tanque, rezo al dios de los ateos y salimos.


En la carretera se ven muy pocos autos. El viaje es bueno. Compramos frutas más baratas por el camino. Después me arrepiento de no haber comprado más. Llegamos, almorzamos en horario de merienda y nos tenemos que ir corriendo al museo de Artes Decorativas que toca Roly. Sabemos que después se va para La Habana y tal vez no lo volvemos a ver. Lo disfrutamos mucho. Rolando es el Gardel cubano: cada día canta mejor, y te da un abrazo que seguro es más cálido que los de Carlitos.


En Santa Clara el ritmo es más lento, pero sólo un poco. Salimos a hacer un tour de compras, porque en Cuba casi nunca se puede comprar todo en el mismo lugar. Compruebo que allá también están vitales las mipymes: pequeñas tiendas privadas de productos importados. Los precios, aunque expresados en pesos, van al ritmo del dólar. Valores muy elevados para la mayoría de los salarios nacionales. También juego al fútbol con mis sobrinos en la calle. Corro en campo sport. Le hago mimos al conejo del Pedri. Vamos a la primaria de Juli a buscarlo. Sus dos profesoras de quinto grado tienen 85 años. No se puede creer lo lindas y vitales que se ven. Son jubiladas recontratadas. Una jubilación no alcanza. Laura me dice que tienen mucha suerte de tenerlas. Las más jóvenes suelen ser mucho peores docentes.


Un día vamos a comer toda la familia. Somos un grupo grande, nos cuesta encontrar restaurante con mesa para tantos comensales. Terminamos en “El sol”, un clásico ya del centro santaclareño. Al salir, se pelean un señor mayor y un muchachito de unos trece años, por ver quién estaba cuidando el carro. Otro día vamos a la Cuerda Rota, la peña del Miche en el bar Tacones Lejanos del Mejunje. Está buenísima. Tiene invitados diversos, como Angelo, frikie viejo, un clásico del under de la ciudad. Más borracho no puede estar, pero no le erra a ningún acorde. También unos chicos que se hacen llamar los aristogatos, uno de los que hace coros debe de ser más joven que yo, pero no le queda casi ningún diente. El público también es sumamente variado en todo sentido. De ahí seguimos para un concierto de Vivanco en un barcito al lado del cine Camilo Cienfuegos, está repleto. Terminamos en Blackout, otro bar que no conocía, tiene toda la onda. La magia de la noche santaclareña sigue intacta.


Volvemos a La Habana. El ritmo arrecia de nuevo. El refrigerador sigue con problemas. Vamos a tomar un café con mi querida Maggie. Nos encontramos a Reinier, que vino de Alemania, y no lo vemos hace como quince años. Paseamos por La Habana Vieja. A veces dormimos la siesta. Los niños están viendo mucha tele, nos preocupamos, pero bueno, es así en vacaciones. Un día se van a mataperrear para casa de Pescao en Marianao, no sólo ven pantallas. Oliverio reclama que salimos mucho de noche. Intento explicarle que tenemos que aprovechar los abuelos adeudados de todo el año. No sé si lo convence mi explicación. Vamos a buscar a Nina a su escuela primaria. Tienen natación en una piscina hermosa. Vemos el final de la clase. De repente me sorprenden algunas cosas como esa, por más que sea algo bastante excepcional.


Vamos a la Fábrica de Arte un domingo. Sigue linda y con tremendo swing. Hay poca gente, nunca la vi tan vacía. Me meto pretextos: quizás porque es domingo, tal vez porque hay frío. Esa noche toca Frank Delgado. El audio está más o menos, pero disfrutamos ver tocar a Frank. Otro día volvemos al Festival de la Salsa. Esa vez no tuvimos que pasar el filtro de Cuca. Es viernes, hay bastante más gente. En un momento bailé con una muchacha que bailaba muy bien. Me sorprendió que cuando la soltaba para que diera una vuelta sobre sí misma, ella daba dos. Y caía bien en el paso, claro. Otro nivel. Mientras bailamos se acerca un muchacho a filmarnos, es notorio porque nos apunta con la luz potente que tiene la cámara. La bailarina, al ver que estaba en escena, se alborotó y empezó a bailar con más entusiasmo y una sonrisa emocionada. Se ve que le gustaba la idea cinematográfica. Después vi que el que traía la cámara en mano bailó con ella. Ahí quedó. Pero hace unos días, me escribe Nana desde México, una amiga querida que hace tiempo no veo, me dice: “siempre hay un ojo que te ve”, y me manda el siguiente video. Tenía algunas dudas sobre ese ojo omnipresente. Ahora ya no.


Y así, no sé cómo, pasaron tres semanas. Ayer llegamos y en un rato nos vamos al aeropuerto. Que el tiempo es elástico ya lo sabía, pero  me niego a aceptarle algunos excesos. Nos juntamos en mi casa para despedirnos. Vienen Ale Suarez, Kerstin, una amiga de ellos que cae con una ensalada. Pedimos pizza. El Flaco reinventa el ajedrez con mi papá. Charly me ayuda a terminar de cerrar las maletas. Los niños, corretean y ríen, mezclan jerga argentina y cubana indistintamente, y están, por suerte, más allá del tiempo y sus trampas.

 


Postdata.

Esta crónica es festiva, digamos. Disfrutamos mucho el viaje, como siempre que vamos, pero en la isla la situación general no está de juego. Quizás no hace falta aclararlo, pero por las dudas, no sea que parezca que, más allá de alguna que otra dificultad, la vida por allá es pura diversión, cuando para la mayoría es más bien lo contrario. No tengo cómo saberlo con certeza, pero viendo los precios, en particular los de la comida, creo que debe haber mucha gente pasando hambre. Duele.


Pocos días después de volver se dieron algunas protestas populares en el oriente del país. Todo quedó ahí, pero cuando veía las noticias pensaba que no sería nada raro que explotaran muchas más. Tampoco me extrañaría que eso no pasara. Así de compleja es la situación, o así de desorientado estoy. El artículo “Las protestas más allá de corriente y comida”, me pareció muy claro. Describe bien la situación política y social actual, y los intrincados caminos posibles. Cómo decía en mi crónica de hace dos años, creo que para poder soñar con un futuro mejor es indispensable que se termine el infame bloqueo yanqui y que se acabe la dictadura autoritaria que maneja el país. Se necesitan las dos y ninguna debería depender de la otra para suceder. Sé que son cosas necesarias pero no suficientes: hay muchos países con democracia y sin bloqueo que también están muy mal, pero por algún lado hay que empezar. 


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”


 


La patria ya no es un lugar seguro. La frase anterior podría ser la de cualquier emigrante después de un tiempo viviendo fuera de su país. La seguridad que da tu entorno original, ese lugar donde creciste y  del que conocías todos los códigos, se va perdiendo irremediablemente con el paso de los años. Una vez leí que un momento difícil en la vida de un emigrante era ese en el que descubres que ya no eres profundamente de ningún lado. En tu país de origen te sientes algo extraño y en el país dónde vives nunca serás como alguien nacido y criado allí. Pero esta vez no me refiero a esa seguridad más existencial, sino a una más concreta y pedestre.


Cuba solía ser un lugar bastante seguro, y probablemente lo sigue siendo para los estándares de Latinoamérica, pero hay ahí una luz de alarma. Si bien siempre hubo robos y asaltos, era algo marginal. También eran, y son, más peligrosos algunos barrios que otros. Pero en general la inseguridad no era una temática que aflorara entre las principales preocupaciones de la mayoría de la gente. Me llamó la atención que ahora es un tema recurrente en muchas conversaciones.


Es difícil saber hasta qué punto ha aumentado la criminalidad. El gobierno no publica cifras al respecto, ni la prensa oficial da cobertura a casos de delincuencia, salvo algunas pocas excepciones. Tampoco hay investigaciones oficiales sobre esta temática que yo sepa. No obstante sí se han hecho algunos estudios independientes que dan cuenta del fenómeno. También han aparecido algunos artículos y reportajes al respecto en periódicos provinciales, como se cuenta en esta nota.


Las redes sociales dan cuenta con frecuencia de distintos sucesos delictivos. Con todas las pinzas que hay que tomar lo que corre en las redes, tampoco hay que ignorarlas. Yo mismo supe de primera mano de varios robos en los últimos tiempos. Algunos de ellos con violencia y detalles graves. De hecho, en las últimas semanas, robaron dos veces en mi cuadra. Por otro lado distintos amigos me contaron de robos propios o cercanos.


Le pregunté a mi amigo Osmel sobre el tema. Es un tipo que conoce bien la calle y camina La Habana todos los días. Según su visión existen los mismos asaltos y robos que siempre, sólo que ahora todo el mundo tiene celular y Facebook. Mi sensación fue otra, pero no puedo tampoco dejar de consignar la suya que está allá todos los días.


Mi tío me contó que en su cuadra se estaban organizando entre varios vecinos para pagarle a un custodio que cuidara la cuadra todas las noches. Yo le preguntaba, en broma, si su iniciativa no sería el inicio de los CDP (comité de defensa de lo privado). Al menos en dos momentos, yendo en el carro por algunas calles oscuras, en La Habana y también en Santa Clara, diferentes amigos, con los que iba en cada momento, me sugirieron cerrar las ventanillas. Nunca me había pasado antes.


Además de todos los indicadores anteriores, pienso que no es de extrañar que ante un país en crisis, con una inflación alta, poca salida laboral y un costo de la vida elevado para los salarios medios, aumenten los delitos. Tampoco es raro pensar que la policía sea menos efectiva teniendo menos recursos para operar. Durante la dura crisis que vivió Cuba en los 90’s, según mi recuerdo, también aumentaron los robos, asaltos y delitos de éste tipo.


La inseguridad es un tema sumamente difícil de abordar con éxito. En Cuba y en China. Un asunto que suele tener raíces y entramados complejos. Y que no se resuelve, a mí modo de ver, con poner más policías o endurecer las penas. Requiere de estrategias amplias e inteligentes. Ojalá haya gente pensando con seriedad en el tema y no siga escalando.


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”



 

Es la última semana de febrero y está andando el Festival de la Salsa. Cinco días de conciertos. Cuatro orquestas de primer nivel cada día. Así que un día pa’ allá nos fuimos. La cosa es en el Vedado, a la salida del túnel de playa, en Calzada y 12. Lo que siempre fue el José Antonio Echeverría, resulta que ahora es el “Club 500”. Cosas que uno aprende. Quizás un símbolo de los nuevos tiempos.


Montaron el escenario en el terreno de pelota y hay distintos sectores para ver los conciertos. Un territorio VIP, probablemente para invitados y después, depende de cuánto pagues, segmento oro, plata, bronce y pueblo en general. Algo así. Nosotros vamos para el último.


Somos cuatro, todos cubanos. La entrada cuesta 500 CUP (aproximadamente 1.60 USD al cambio de la calle en ese momento). Para los extranjeros el precio es mayor. No sé cuánto más. Cuando llegamos a la ventanilla dónde venden las entradas, la señora que nos atiende nos mira con suspicacia. “¿Son cubanos?”. “Sí”, le digo. Me sigue mirando con desconfianza, gira la cabeza y grita, “Cucaaaaaaa”. Y agrega, hablando consigo misma: “que ya ahorita me regañaron por unos extranjeros que entraron por aquí”. Me quedo sorprendido ante el método de comprobación de nacionalidad. Aparece Cuca, una mulatona de unos cincuenta años, con cara de ser una experta descubriendo cubanos falsos. Hablamos unas palabras, comprueba nuestra cubanidad. Nos dejan pasar. Yo me preguntaba por qué no nos habrían pedido el carnet de identidad, parecería un método más sencillo. Pero claro, pienso después, un documento se puede falsificar, a Cuca no hay quién le pase gato por liebre.


No hay mucha gente en el lugar, que es inmenso. Nos llama la atención que no esté más lleno. Pienso en varias razones. Hay un poquito de frío y mucha gente en Cuba se espanta si bajan unos pocos grados. Es miércoles, mitad de semana. Recién empieza el festival, tal vez mucha gente no se enteró aún. Y quizás la que más pesa: el transporte está malísimo. Cuesta viajar varios kilómetros por la ciudad si no tienes transporte propio, o bastante plata. Los taxis están caros. También lo está “La Nave”, la aplicación que implementaron en la isla para suplir a Uber, que por el bloqueo no puede operar allá.  


El evento está bien armado. El audio es bueno, se escucha bien. El escenario es lindo y luminoso. Desde los sectores más caros se ve mejor, pero desde la parte popular también se ve bien. Hay pantallas grandes. Hay lugares para comer y comprar bebidas a precios no tan altos. Te puedes sentar a comer en unas mesitas más retiradas de los conciertos o acercarte más a las orquestas.


En los últimos años la emigración ha sido más salvaje que nunca. Constantemente uno se entera de gente que emigró. Así todo, algunos pocos vuelven a vivir a su país, o al menos uno lo hizo, Manolín, el médico de la salsa. Ícono de la salsa de los 90s. Creador de frases que hasta hoy se usan en el habla popular, como por ejemplo, el hecho de que “hay que estar arriba de la bola” algo tan deseable como difícil.


El médico, volvió, armó una orquesta y hace poco se subió de nuevo a los escenarios. Sigue sonando espectacular. Fue una emoción tremenda escuchar en vivo las canciones con las que aprendí a bailar hace más de 20 años. Un viaje maravilloso y nostálgico al pasado. Volver por un rato al pre, a la universidad. A una vida donde teníamos muchas menos preocupaciones. Donde no tenía celular y me sabía de memoria varios teléfonos fijos. Y sobre todo donde sabía que, si llamaba a esos números, podía cuadrar con mis amigos y amigas para vernos en un rato e ir a bailar las canciones de Manolín, por ejemplo.


Así que termino esta pincelada cantando uno de mis temas favoritos de El Médico: “…unos dicen que somos la paz (oye, mamá), otros dicen que somos la guerra, ay mami dime lo que piensas tú, y no te lleves por las malas lenguas”.

 

Esa noche en el Festival de la Salsa tocaron:

-          Manolín, el médico de la salsa

-          Anacaona

-          Isaac Delgado

-          Manolito Simonet y su trabuco


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”



Hoteles y más hoteles. Hace años que en La Habana no paran de construir hoteles. Según cifras publicadas, la ocupación hotelera actual está por debajo del 25%. Pero más grave aún, en sus mejores momentos de los últimos años llegó, como mucho, al 60%. En una economía tan deprimida, ¿por qué se siguen construyendo hoteles en lugar de redirigir las inversiones a sectores productivos? Según Bob Dylan la respuesta está flotando en el viento, pero la busqué por todo el Malecón y nada, no la pude encontrar.


Lo cierto es que esta arista de la realidad nacional tiene la capacidad oprobiosa de ser un recordatorio visual frecuente. Los nuevos hoteles relucen por doquier y parecerían estarnos transmitiendo un grito de la dirigencia que dice: “sí, estamos administrando éste país de forma bastante desastrosa, ¿y qué?”.


Al llegar a esa maravillosa intersección que ocurre entre el Paseo del Prado y Malecón se pueden ver, por ejemplo, imponentes y brillantes, dos de ellos. El “Iberostar Gran Packard”, si uno mira hacia el Capitolio; y bordeando San Lázaro y el propio Malecón, el “Royalton Habana Paseo del Prado”, con su peculiar arquitectura curva.

Quedó linda esa esquina. Quién sabe y el próximo año Cuba se repleta de turistas y las ganancias del estado redundan en beneficios para todos y todas. Digamos que se puede incluso soñar con ese futuro improbable. El problema es cuando sigues hacia el oeste por Malecón y ves, allá arriba, detrás del Habana Libre, un inmenso y horrendo socotroco de cemento.


En la esquina de K y 23 se está terminando de levantar lo que será el edificio más alto de Cuba. Por la calle le llaman la torre López-Calleja, en alusión al recientemente fallecido ex yerno de Raúl, quien dirigió durante muchos años GAESA, la empresa militar que está detrás de la gestión de casi todo el turismo en el país. Se dice que éste nuevo hotel está financiado todo con capital nacional. Es un edificio horripilante.


Yo no sé mucho de arquitectura pero rompe visualmente con todo lo que lo rodea y afea el paisaje urbano por dónde quiera que se le mire. En particular me sorprendió cómo se interpone en las preciosas vistas que se tienen desde la colina, donde se alza La Universidad de La Habana. Verlo desde allí fue como que se metiera una basura en los entrañables recuerdos que atesoro de mi época de estudiante.


En la capital de Francia está la horrible torre Monpartnasse. Dicen que la vista más hermosa de París se tiene desde sus ventanas o su azotea, porque justamente no la ves a ella misma. Pensé  que si alguien me venía con el mismo cuento con respecto al socotroco del Vedado le iba a responder con una frase de “Cerro Cerra’o”, ese temazo que tiró el Insurrecto hace ya 14 años: “loco, el Cerro no es París”.


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”



Una pincelada para mi querida Bekytis, que allá en la 

Rambla de Prim no le venden bocaditos de helado.


El bocadito de helado se ha vuelto un enemigo de la siesta. Un dulce luchador contra el silencio y el canto de los pájaros. Al menos en la capital de todos los cubanos, parecería no haber rincón a dónde no llegue en algún momento del día su pregón grabado.


Se ve que algún vendedor sofisticado, cansado de gastar garganta en los gritos de la oferta, decidió grabar con voz monocorde, y exento de vericuetos retóricos, el mensaje de venta: “el bocadito de heladooooooooo”. Después, de alguna manera ignota, hubo una especie de organización veloz que hizo que a todos los vendedores de ese dulce les llegara un equipo capaz de reproducir el  pregón grabado y la grabación en sí. Es común, entonces, en casi cualquier hogar de La Habana, que en algún momento del día, entre por la ventana esa grabación repetitiva.


Me contó un amigo que le había pasado algo terrible. Un día su casa quedó en el vértice terrorífico de varias zonas de venta. De esta forma, le llegaba el anuncio una y otra vez. Ya fuera por la geometría del barrio en cuestión, o por la manera en que estos hacían el recorrido, cada vez que se alejaba un heladero, y parecía volver la paz, aparecía uno nuevo, dándole la sensación de estar metido en el loop demoniaco del bocadito de helado. Qué miedo.


Me preocupa que también se le ocurra la idea a los que venden malanga, plátano burro, aromatizante, escobas y cuánta cosa es vendida por las calles habaneras. Creo que será inevitable. Mi propuesta de solución es poética. Que se ponga una regla que obligue a todo vendedor a adjuntar, en su mensaje grabado, unos versos de algún poeta nacional. Entonces uno escucharía: “la malanga, el platanito maduro, la yuca… Si me quieres, quiéreme entera, no por zonas de luz o sombra. Si me quieres, quiéreme negra y blanca, y gris, verde, y rubia, y morena… Si me quieres, no me recortes: ¡Quiéreme toda… O no me quieras!”.


Pensándolo bien, mejor no. Dejemos esta idea. A ver si todavía va y le pega la inflación a los poemas y los vuelve cursilones, o caros e inaccesibles. A ver si el enojo popular la emprende con la poesía. Ya bastantes problemas tenemos para quedarnos sin versos donde refugiarnos.

 

De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”


 



Estoy volviendo de Cuba y tengo que escribir mis crónicas. Es una tradición, soy preso de ella. Dice el dios de las tradiciones que quién no las respete verá el castigo severo. En cada viaje me digo que no las escribo más, pero hay amigos y amigas que las exigen y hay que honrar la amistad, que es sagrada. Liluqui me dice, desde Barcelona, que las espera con anhelo. El Jimmy desde Montreal no me dice nada, pero sé que las espera para sentir el calor tropical allá en el norte frío. La Marce, en Pirque, del otro lado de la cordillera, ya puso un agua para el tecito de la once y espera para leerlas entre pancitos con palta y cuecas. No tengo opción.


Releo el texto que escribí en mi viaje pasado, hace un par de años, y me doy cuenta de que no tanto ha cambiado. Sirve como base para ésta vuelta. Tampoco olvido que es imposible narrar un país después de visitarlo unos pocos días. Pero unas pinceladas de brocha gorda puedo dar y quizás a alguien puedan servir de algo.


Para saber de veritas qué pasa en la isla infinita habría que ir al menos medio año y zapatear de aquí pa’ allá, y sentarse con calma en el contén del barrio, como hace un siglo atrás. ¿Quién me acompaña? Mientras espero que se alisten los valientes, van mis pinceladas.


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