Es la última semana de febrero y está andando el Festival de la Salsa. Cinco días de conciertos. Cuatro orquestas de primer nivel cada día. Así que un día pa’ allá nos fuimos. La cosa es en el Vedado, a la salida del túnel de playa, en Calzada y 12. Lo que siempre fue el José Antonio Echeverría, resulta que ahora es el “Club 500”. Cosas que uno aprende. Quizás un símbolo de los nuevos tiempos.


Montaron el escenario en el terreno de pelota y hay distintos sectores para ver los conciertos. Un territorio VIP, probablemente para invitados y después, depende de cuánto pagues, segmento oro, plata, bronce y pueblo en general. Algo así. Nosotros vamos para el último.


Somos cuatro, todos cubanos. La entrada cuesta 500 CUP (aproximadamente 1.60 USD al cambio de la calle en ese momento). Para los extranjeros el precio es mayor. No sé cuánto más. Cuando llegamos a la ventanilla dónde venden las entradas, la señora que nos atiende nos mira con suspicacia. “¿Son cubanos?”. “Sí”, le digo. Me sigue mirando con desconfianza, gira la cabeza y grita, “Cucaaaaaaa”. Y agrega, hablando consigo misma: “que ya ahorita me regañaron por unos extranjeros que entraron por aquí”. Me quedo sorprendido ante el método de comprobación de nacionalidad. Aparece Cuca, una mulatona de unos cincuenta años, con cara de ser una experta descubriendo cubanos falsos. Hablamos unas palabras, comprueba nuestra cubanidad. Nos dejan pasar. Yo me preguntaba por qué no nos habrían pedido el carnet de identidad, parecería un método más sencillo. Pero claro, pienso después, un documento se puede falsificar, a Cuca no hay quién le pase gato por liebre.


No hay mucha gente en el lugar, que es inmenso. Nos llama la atención que no esté más lleno. Pienso en varias razones. Hay un poquito de frío y mucha gente en Cuba se espanta si bajan unos pocos grados. Es miércoles, mitad de semana. Recién empieza el festival, tal vez mucha gente no se enteró aún. Y quizás la que más pesa: el transporte está malísimo. Cuesta viajar varios kilómetros por la ciudad si no tienes transporte propio, o bastante plata. Los taxis están caros. También lo está “La Nave”, la aplicación que implementaron en la isla para suplir a Uber, que por el bloqueo no puede operar allá.  


El evento está bien armado. El audio es bueno, se escucha bien. El escenario es lindo y luminoso. Desde los sectores más caros se ve mejor, pero desde la parte popular también se ve bien. Hay pantallas grandes. Hay lugares para comer y comprar bebidas a precios no tan altos. Te puedes sentar a comer en unas mesitas más retiradas de los conciertos o acercarte más a las orquestas.


En los últimos años la emigración ha sido más salvaje que nunca. Constantemente uno se entera de gente que emigró. Así todo, algunos pocos vuelven a vivir a su país, o al menos uno lo hizo, Manolín, el médico de la salsa. Ícono de la salsa de los 90s. Creador de frases que hasta hoy se usan en el habla popular, como por ejemplo, el hecho de que “hay que estar arriba de la bola” algo tan deseable como difícil.


El médico, volvió, armó una orquesta y hace poco se subió de nuevo a los escenarios. Sigue sonando espectacular. Fue una emoción tremenda escuchar en vivo las canciones con las que aprendí a bailar hace más de 20 años. Un viaje maravilloso y nostálgico al pasado. Volver por un rato al pre, a la universidad. A una vida donde teníamos muchas menos preocupaciones. Donde no tenía celular y me sabía de memoria varios teléfonos fijos. Y sobre todo donde sabía que, si llamaba a esos números, podía cuadrar con mis amigos y amigas para vernos en un rato e ir a bailar las canciones de Manolín, por ejemplo.


Así que termino esta pincelada cantando uno de mis temas favoritos de El Médico: “…unos dicen que somos la paz (oye, mamá), otros dicen que somos la guerra, ay mami dime lo que piensas tú, y no te lleves por las malas lenguas”.

 

Esa noche en el Festival de la Salsa tocaron:

-          Manolín, el médico de la salsa

-          Anacaona

-          Isaac Delgado

-          Manolito Simonet y su trabuco


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”



Hoteles y más hoteles. Hace años que en La Habana no paran de construir hoteles. Según cifras publicadas, la ocupación hotelera actual está por debajo del 25%. Pero más grave aún, en sus mejores momentos de los últimos años llegó, como mucho, al 60%. En una economía tan deprimida, ¿por qué se siguen construyendo hoteles en lugar de redirigir las inversiones a sectores productivos? Según Bob Dylan la respuesta está flotando en el viento, pero la busqué por todo el Malecón y nada, no la pude encontrar.


Lo cierto es que esta arista de la realidad nacional tiene la capacidad oprobiosa de ser un recordatorio visual frecuente. Los nuevos hoteles relucen por doquier y parecerían estarnos transmitiendo un grito de la dirigencia que dice: “sí, estamos administrando éste país de forma bastante desastrosa, ¿y qué?”.


Al llegar a esa maravillosa intersección que ocurre entre el Paseo del Prado y Malecón se pueden ver, por ejemplo, imponentes y brillantes, dos de ellos. El “Iberostar Gran Packard”, si uno mira hacia el Capitolio; y bordeando San Lázaro y el propio Malecón, el “Royalton Habana Paseo del Prado”, con su peculiar arquitectura curva.

Quedó linda esa esquina. Quién sabe y el próximo año Cuba se repleta de turistas y las ganancias del estado redundan en beneficios para todos y todas. Digamos que se puede incluso soñar con ese futuro improbable. El problema es cuando sigues hacia el oeste por Malecón y ves, allá arriba, detrás del Habana Libre, un inmenso y horrendo socotroco de cemento.


En la esquina de K y 23 se está terminando de levantar lo que será el edificio más alto de Cuba. Por la calle le llaman la torre López-Calleja, en alusión al recientemente fallecido ex yerno de Raúl, quien dirigió durante muchos años GAESA, la empresa militar que está detrás de la gestión de casi todo el turismo en el país. Se dice que éste nuevo hotel está financiado todo con capital nacional. Es un edificio horripilante.


Yo no sé mucho de arquitectura pero rompe visualmente con todo lo que lo rodea y afea el paisaje urbano por dónde quiera que se le mire. En particular me sorprendió cómo se interpone en las preciosas vistas que se tienen desde la colina, donde se alza La Universidad de La Habana. Verlo desde allí fue como que se metiera una basura en los entrañables recuerdos que atesoro de mi época de estudiante.


En la capital de Francia está la horrible torre Monpartnasse. Dicen que la vista más hermosa de París se tiene desde sus ventanas o su azotea, porque justamente no la ves a ella misma. Pensé  que si alguien me venía con el mismo cuento con respecto al socotroco del Vedado le iba a responder con una frase de “Cerro Cerra’o”, ese temazo que tiró el Insurrecto hace ya 14 años: “loco, el Cerro no es París”.


De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”



Una pincelada para mi querida Bekytis, que allá en la 

Rambla de Prim no le venden bocaditos de helado.


El bocadito de helado se ha vuelto un enemigo de la siesta. Un dulce luchador contra el silencio y el canto de los pájaros. Al menos en la capital de todos los cubanos, parecería no haber rincón a dónde no llegue en algún momento del día su pregón grabado.


Se ve que algún vendedor sofisticado, cansado de gastar garganta en los gritos de la oferta, decidió grabar con voz monocorde, y exento de vericuetos retóricos, el mensaje de venta: “el bocadito de heladooooooooo”. Después, de alguna manera ignota, hubo una especie de organización veloz que hizo que a todos los vendedores de ese dulce les llegara un equipo capaz de reproducir el  pregón grabado y la grabación en sí. Es común, entonces, en casi cualquier hogar de La Habana, que en algún momento del día, entre por la ventana esa grabación repetitiva.


Me contó un amigo que le había pasado algo terrible. Un día su casa quedó en el vértice terrorífico de varias zonas de venta. De esta forma, le llegaba el anuncio una y otra vez. Ya fuera por la geometría del barrio en cuestión, o por la manera en que estos hacían el recorrido, cada vez que se alejaba un heladero, y parecía volver la paz, aparecía uno nuevo, dándole la sensación de estar metido en el loop demoniaco del bocadito de helado. Qué miedo.


Me preocupa que también se le ocurra la idea a los que venden malanga, plátano burro, aromatizante, escobas y cuánta cosa es vendida por las calles habaneras. Creo que será inevitable. Mi propuesta de solución es poética. Que se ponga una regla que obligue a todo vendedor a adjuntar, en su mensaje grabado, unos versos de algún poeta nacional. Entonces uno escucharía: “la malanga, el platanito maduro, la yuca… Si me quieres, quiéreme entera, no por zonas de luz o sombra. Si me quieres, quiéreme negra y blanca, y gris, verde, y rubia, y morena… Si me quieres, no me recortes: ¡Quiéreme toda… O no me quieras!”.


Pensándolo bien, mejor no. Dejemos esta idea. A ver si todavía va y le pega la inflación a los poemas y los vuelve cursilones, o caros e inaccesibles. A ver si el enojo popular la emprende con la poesía. Ya bastantes problemas tenemos para quedarnos sin versos donde refugiarnos.

 

De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”


 



Estoy volviendo de Cuba y tengo que escribir mis crónicas. Es una tradición, soy preso de ella. Dice el dios de las tradiciones que quién no las respete verá el castigo severo. En cada viaje me digo que no las escribo más, pero hay amigos y amigas que las exigen y hay que honrar la amistad, que es sagrada. Liluqui me dice, desde Barcelona, que las espera con anhelo. El Jimmy desde Montreal no me dice nada, pero sé que las espera para sentir el calor tropical allá en el norte frío. La Marce, en Pirque, del otro lado de la cordillera, ya puso un agua para el tecito de la once y espera para leerlas entre pancitos con palta y cuecas. No tengo opción.


Releo el texto que escribí en mi viaje pasado, hace un par de años, y me doy cuenta de que no tanto ha cambiado. Sirve como base para ésta vuelta. Tampoco olvido que es imposible narrar un país después de visitarlo unos pocos días. Pero unas pinceladas de brocha gorda puedo dar y quizás a alguien puedan servir de algo.


Para saber de veritas qué pasa en la isla infinita habría que ir al menos medio año y zapatear de aquí pa’ allá, y sentarse con calma en el contén del barrio, como hace un siglo atrás. ¿Quién me acompaña? Mientras espero que se alisten los valientes, van mis pinceladas.


Subscribe to RSS Feed Follow me on Twitter!