No corre aire. No pasa gente. No luz. No palabras. Salvo la
primera, las otras ausencias son un alivio. El Gordo suda copiosamente aunque
su piel se va relajando de a poco. Están sentados en el contén. Detrás un solar
yermo, enfrente unas naves inmensas de almacenes abandonados. El Gordo tiene su
pesada pierna puesta sobre un carnet. El documento está con la cara hacia el
piso y apenas se leen los trazos apurados de la funcionaria que un día, de mala
gana, escribió los datos de la persona que ahora no posee su identificación. El
Jabao trata de respirar hondo para no perder la calma, mira hacia la esquina,
al suelo, al cielo, se llena el pecho y trata de hablar calmado.
-Gordo, asere, eso se bota, loco, hazme caso a mí.
El Gordo no se inmuta. Desde algún televisor se escucha,
lejana, la música del noticiero. El Jabao habla de nuevo.
-Son las ocho de la noche y yo tengo que salir. Matemos
esta talla. Repartimos la guanza y cada uno se va para su casa contento. Coño, Gordo,
asere, yo soy viejo en esto, escucha la voz de la experiencia. No te pongas
majadero que ya tú no eres un niño – y su voz se empieza a alterar otra vez.
“Quién me manda a meterme con novatos. Me cago en mi madre
setecientas veces”, piensa el Jabao, rechista, escupe y se queda diciendo que
no con la cabeza. Se toca el cabo de la navaja, la agarra un instante, vuelve a
respirar, la suelta.
El Gordo sigue sin responderle ni mirarlo. Tiene la vista
fija al frente, perdida, junto a su mente, en otra parte. Hace unos días vio en
la televisión un programa donde contaban cómo un director de cine hacía una de
sus películas. Iba mirando la acción, a veces en una pequeña pantalla para ver
el encuadre, otras directamente, para ver mejor a los actores. Cuando algo no
le gusta grita “corten”, paran y hacen todo de nuevo. Al Gordo le encantó eso.
Algún día voy a ser director de cine, pensó, pero no le dijo a nadie esa idea
infantil. De grande nadie te pregunta que serás dentro de diez años. ¿Es que ya
uno va a ser siempre lo mismo? Seguramente no, pero nadie te pregunta, y sonaría
ridículo andarlo diciendo por ahí. Así que sólo dentro de él dice: “oye, no,
no, para ahí, vamos atrás y hacemos todo de nuevo. Así no va”, y le gusta como le queda.
Hoy por la tarde cuando se acabó el juego de cuatroesquinas,
el Gordo y el Jabao se quedaron hablando como tantas veces. Se conocen desde
todos los años. Para bajar al mundo el gordo José Manuel tiene que pasar por la
puerta de casa de Michel. En sus veinticinco años sólo dejó de verlo en los
tres que el Jabao estuvo en cana, o en el Cánada, cómo a él le gusta decirle.
“El norte revuelto y brutal pero con calor y sin rubias, mi hermano”, decía el Jabao
pocos días después de salir y se moría de risa, como si fuera gracioso. Pero eso
fue hace meses y en el cuatroesquinas siempre juegan juntos.
-Asere, no tengo un peso, qué pasmadera.
-Y eso por qué, ambia, dónde tú metes el baro, loco.
-Qué baro, Jabao, con la mierda que gano. ¿Cuándo tú has visto
a un profesor con dinero en éste país?
-Gordo, ¿y el negocito de vender jeans que tenías con
Yanelys?
-Ese era mi salve, Miche, pero ahora mismo está muerto. No
ha entrado nada.
Dice y se acuerda de Vanesa. Lo mata su sonrisa. Cuando
está seria él lo sobrelleva y puede saludarla, conversar, y todo normal. Pero
cuando sonríe le entra el calambre de las piernas, el problema de la
respiración y la lucha porque ella no note nada. A José Manuel le cuesta
conseguir novia. Intuye que se debe a que es muy gordo, pero no lo sabe.
Tampoco quiere saberlo, porque él nunca ha podido dejar de ser gordo. Siempre
es igual, cuando alguna ve que él tiene otra intención, huye. Vanesa es
diferente. Eso sí lo sabe. Y también que no es como otras veces que pensó lo
mismo.
-¿Y entonces? –dice el Jabao.
-¿El qué?
-Ah, Gordo, ¿en qué tú estás, asere? Te digo que si estás
para ir a meter un pase esta noche conmigo y nos buscamos un poco de plata, que
yo también estoy en cero.
José Manuel lo mira a los ojos y le suda frío la espalda.
Le va a decir que no, que si está loco, que si no se acuerda ya del tanque, que
no aprende. Y se acuerda de ella otra vez. Le dijo que el miércoles después de
las clases fueran a comer algo, que él invitaba. Hoy es martes. ¿Cómo pasó una
semana y no pudo conseguir un peso? Ella le dijo que sí y le soltó una sonrisa
de esas terribles.
-¿Y cómo es esa talla, Michel? Yo no quiero hacerle daño a
nadie, asere.
-Gordo, no vamos a hacer daño, vamos a quitarle el dinero.
Si el tipo se porta bien se va tranquilito para su casa, sin un rasguño –se ríe
irónico y se encoge de hombros.
El Gordo quiere decirle que además le vayan a robar a
alguien que tenga dinero, que tenga mucho, que le sobre, a lo Robin Hood, pero
se lo calla.
-Papa, no me gusta la idea, pero dale, me hace falta el
dinero.
El Jabao se ríe, le da una palmada en el hombro y casi
gritando:
-Eso es un hombre, viejo, ese es mi chamaco –dice, después
baja la voz-. Voy al gao a hacer unas cosas y en media hora paso por ti. ¿Ok?
Le dice y sale caminando como si no vivieran en el mismo edificio
y en la misma escalera. El Gordo mira la película y quisiera estar de director
en lugar de actor. “Corteeeeen”, gritaría y cambiaría todo el guión. No sabe
cómo mierda sería, pero de alguna forma en la que él no iba con el Jabao a
ninguna parte. Lo va a llamar para decirle que olvide eso, que él no va, que él
nunca ha hecho eso, que él es un chamaco bueno, pero el Jabao va caminando con
demasiada decisión y no mira atrás ni una vez.
“Mañana es miércoles”, piensa. “Cuando termine mi clase,
voy a ver a Vanesa y vamos a ir a comer algo”, se estruja la cara con las dos
manos. “Hoy por única vez, José Manuel, tú no sirves para esto, compadre”, se
dice y sale caminando en la misma dirección que su amigo.
-Gordo, este callejón está bueno para unos minutos pero no
para más. Pasa alguien por la esquina, ve a dos locos sentados aquí, solos, de
noche, y estamos fritos, mi hermano. ¿Tú quieres ir preso, asere? Saca la pata,
bota el singao carnet, repartamos el dinero, nos vamos, y todo está bien.
El Gordo sigue sin hablar, pero ahora al menos lo mira. Su
pie sigue inmóvil sobre el carnet. Un metro más allá está la billetera abierta
con algunos billetes a medio salir.
-Repinga, Gordo –pierde la paciencia el Jabao, habla con
los dientes apretados-, dime por lo menos en qué cojones estás pensando.
-Espérate, asere. Dime una cosa, ¿qué hiciste con la
navaja?
-Ya te dije que nada, viejo, no jodas más.
El Gordo pestañea y vuelve a ver la escena de hace unos
minutos en cámara rápida. El Jabao sale de atrás del árbol y con la navaja en
la mano le pide todo. El hombre se mete la mano en el bolsillo, saca la billetera
y cuando la estira para entregarla, le agarra la mano al Jabao y con la otra le
mete un piñazo. El Gordo desde atrás carga su pesada zurda y la baja con todo
sobre la cara del hombre que cae al piso. Ahí Michel le empieza dar patadas con
las dos piernas, una con cada una, alternando. Hace rato que el Gordo quiere
gritar “corten” con todas sus fuerzas, pero no puede ni hablar. El Jabao sigue
y jamás le da dos veces con la misma pierna. “Ya, loco, deja eso”, le logra
decir el Gordo, lo coge por la mano. “Pero tú viste el maricón éste cómo me dio
por la cara” y le suelta otra patada. El Gordo mira un segundo al hombre que se
retuerce en el piso tapándose la cabeza con las manos.
Salen caminando rápido. El Jabao se toca el ojo y palpa la
hinchazón que se empieza a formar, rechista, dice algo bajito con rabia, saca
la navaja y vuelve. El Gordo cierra los ojos, aprieta los párpados a más no
poder. “Corten”, piensa. Hubiera querido coger a Michel por la mano y
retenerlo. “Corteen”. Hubiera querido tener fuerzas para tirarlo de un empujón
hasta la próxima esquina. “Corteeen”. Siente un grito. “Corteeeeeeeen, mierda,
por qué nadie me hace caso aquí, cojones”. Vuelve a abrir los ojos y están
caminando. “Dale, Gordo, camina rápido, muévete, loco, que no vas por la
playa”, le dice, lo empuja el Jabao.
El Jabao se para lentamente de la acera.
Habla despacio, con una voz desconocida.
-Gordo, tú eres como un hermano para mí, asere, tú lo
sabes. Pero no te pases. Todo tiene un límite. Atiéndeme a mí. Yo voy a coger
ahora la billetera, voy a sacar el dinero, voy a coger mi parte y te voy a dar
la tuya. Tú te vas a quedar ahí tranquilito y no vas a hacer ninguna escenita
como la de ahorita. Después, si tú quieres, nos vamos. Si quieres quedarte ahí
sentado, te quedas. Yo me piro.
Comienza a sacudirse las manos sin dejar de mirar al Gordo
que tiene otra vez la vista perdida al frente.
La mente del Gordo está unos minutos atrás. No logra pisar
el presente. El director ha perdido hace años el control del tiempo y de la
película toda. Es tan fuerte que lo vive todo de nuevo. Van caminando rápido. A
José Manuel le parece que hace muchas horas que caminan sin parar. No tiene
idea de dónde están, ni hacia donde van. Mil imágenes pasan por su mente. Se le
vienen todas las escenas juntas y la cabeza le quiere explotar. “Dobla por
aquí, éste callejón es el tipo”, dice Michel y dobla una vez más. Él ya no
quiere ser director, ni gritar “corten”, sólo quiere que esa secuencia terrible
deje de darle vueltas en la cabeza. “Parada técnica, Gordo”, el Jabao le pone
la mano en la barriga para detenerlo, se sientan en el contén, cogen aire. El Jabao
saca la billetera con naturalidad y busca el dinero. Lo saca y cuenta.
“Veinticinco fulas, Gordo, hicimos el pan. La billetera no está mala, me quedo
con ella, ¿o tú la quieres?”. Dice, vuelve a meter los billetes. “Así que
bueno, son diez para mí, diez para ti y cinco para mi ojo que ya me lo siento bastante
hinchado”, dice el Jabao y se ríe. “Bueno, asere, tengo que coger un poco más,
soy un damnificado de guerra”, y se vuelve a reír. Michel empieza a sacar las
cosas de los compartimentos de la billetera, a romper los papelitos y tarjetas.
Saca el carnet ahora y otro documento. Al Gordo se le vienen encima todas las
imágenes de una vez y le da un manotazo, “qué hiciste con la navaja, Michel,
repinga”, forcejean con la billetera, el Jabao abre los ojos verdes inmensos,
“pero qué pinga te pasa, Gordo”, siguen forcejeando, el carnet se cae al piso,
la billetera también, el Gordo la patea, pone el pie sobre el carnet y le da un
último empujón al Jabao, que lo mira asombrado.
El Jabao se sacude ahora el pantalón, siempre mirando al
amigo. Da un paso hacia la billetera, vuelve a hablar.
-¿Estamos, Gordo? Si te pones pesado de nuevo, esto va a
acabar mal, loco.
Se agacha, recoge la billetera. Una mujer pasa de largo por
la esquina. Ambos la ven. El Jabao se apura. Saca el dinero, coge dos billetes
de cinco, los tira encima del Gordo y se guarda el resto. “No cambias, asere.
Yo pensé que te habías hecho hombrecito ya”, sentencia el Jabao y sale
caminando. Dobla la esquina sin mirar atrás.
El Gordo se queda sólo y las imágenes siguen por todas
partes. No quiere que nadie le pregunte qué va a ser cuando sea grande.
Daniel Silva
Jiménez
Abril, 2012