Me dijo: “calma no es quietud”.
EPDLM
Con esta quinta pincelada termino la serie. No estoy inspirado. Lo siento (en ambos sentidos). Me llegan repercusiones. Gustavo, desde Seattle, me dice que me faltan matices, que no aquilato los privilegios que tenía cuando vivía en Cuba, le discuto, pero algo de razón tiene. Ale, desde Santiago de Chile, me dice que los textos están fomes (aburridos), no le discuto nada. También un poco de razón tiene. Honré la amistad. Cumplí con los guardianes de la tradición. Así que sin culpa puedo cantar: “me voooooy, pa’ mi casa”. No obstante, antes, les dejo un road trip de despedida.
Cuando voy a Cuba siento que
el tiempo va a una velocidad distinta. Acelerada. Amigos. Familiares.
Compromisos. Visitas. Lista de cosas que no quiero dejar de hacer y que nunca
puedo completar. Villa Clara. Ir a la playa. Paseos con y sin niños. Conseguir cosas
para hacer el almuerzo. Caminar por el Malecón. Se rompió el motor, no hay agua.
Conseguir un plomero. Regalos para la vuelta. A fulano que lo quiero ver de
nuevo. Comprar algo para que los niños tengan merienda y evitar así que se
cuele Capricheta. Bailar. Salir de noche. Trámites. Comprar ron para llevarme y
que me dure hasta el próximo viaje. Aprovechar el día. Y así, un día estoy
llegando al aeropuerto José Martí, el oficial que me acuña el pasaporte me dice
“Bienvenido a la Patria”, pestañeo, y ya estoy de vuelta camino a Rancho
Boyeros para tomar el avión de regreso. ¿A ustedes también les pasa? Vamos, entonces,
con ese ritmo huracanado. Ajústense los cinturones.
Arribamos a La Habana de
madrugada. Llueve a cántaros. El señor que nos iba a buscar tuvo un problema,
me avisa mi papá durante la escala en Panamá. Salgo haciéndome el de que a mí
no me van a meter precio turista. Veinticinco dólares. Ta’s loco, papi. El tipo
me mira con una sonrisa compasiva, casi paternal, se aleja unos metros. Miro a
mi alrededor a ver qué puedo luchar. Cada taxista tiene más cara de camaján que
el otro. Pienso en reclamar el precio oficial que dice en un cartel inmenso
(unos 10 dólares al cambio de la calle). Pero, ¿a quién? Veo un señor de camisa
azul que viene caminando y pienso que es el indicado. Me da una esperanza. Miro
bien y me doy cuenta de que es el señor de la limpieza. Los niños lloran. Salimos
de Buenos Aires hace más de 15 horas. Evito mirar a Yaimita porque conozco su
amorosa mirada de hambre y cansancio. El primer taxista se acerca igual de
afable que antes. Te lo puedo dejar en veinte. Vamos. “Bienvenido a la Patria”,
repito para mis adentros.
Llegamos pasadas las dos de la
mañana. Nos abre la puerta mi mamá que llegó al mediodía desde Chile. Al otro
día temprano empieza el juego. Voy, vengo, subo a casa de mi papá, bajo. Dejamos
a los niños con una abuela, con la otra. Están encantados de la vida, hacen los
que les da la gana. Cambio dinero. Le grito a mi amiga Iliana por el muro del
patio para saludarla. No me responde. Le compro a un carretillero que pasa por
la calle con frutas y verduras. Aún no me ubico con los precios. Ciento veinte
pesos la libra de guayaba.
Camino por el barrio. Veo
algunas casas que han comprado y refaccionado. También varios baches nuevos.
Saludo a algunos vecinos que me cruzo. No sé si han pasado dos o tres días
desde que llegamos. Salgo a correr por 5ta Avenida. El refrigerador no enfría
bien. Me preocupa. Llamo a mi primo Osvaldito, a ver si sabe qué tiene. Me dice
que tengo que apagarlo, darle 12 vueltas a una llavecita que tiene por atrás y
volver a encenderlo dos horas después. Sigo sus orientaciones. Dormimos poco
cada noche, por suerte no hay calor. Salimos a comer. Hay varios restaurancitos
nuevos por el barrio.
La abuela Susana llega desde
Santa Clara, la vamos a buscar a la terminal. Cuando la vemos tiene puestos 3
abrigos y dos frazadas. Hay 18 grados. Por la noche quedamos con María Karla,
tengo que aprovechar y verla, porque se va de viaje unos días. Se arma comida
en la casa. Pedimos en waka-waka, Ili recomienda. Tienen delivery. Lo del
refrigerador no funcionó. Oliverio se reencuentra con Nina y Maia, las hijas de
mis amigas, sus primas de La Habana. Tabaré no las recuerda, pero también se
reencuentra. Corretean. Se ponen a jugar en el patio y aparecen con los pies
llenos de fango. Manda pinga.
Averiguo que hay en la agenda
cultural. Mañana toca “Cuarto tiempo” en Fangio. No sé quiénes son pero está
invitado Abreu. Seguro está bueno. Fangio es un bar en la terraza del Claxon,
un hotel boutique privado que hay en la calle Paseo, en el Vedado. Es nuevo,
tampoco lo conozco. Llamo, reservo. Mi papá y Sonia se suman, también viene el
Humber. Parqueamos en la cuadra de al lado, sobre la calle 21. Está más oscura
que la cueva de Gollum. El
parqueador tiene una lámpara poderosa. Te cuida el carro y te alumbra para
bajar y llegar a la avenida. Servicio completo. La terraza es hermosa. Está
lindo el ambiente, el clima. La carta es con precios internacionales, pero
están ricos los tragos. En la mesa delante de mí está sentado Alexander y su
familia. Se sube a tocar la trompeta en un par de temas. Cuando termina el
concierto me saco una foto, hablamos dos minutos. El viaje entero ya está
pagado.
Llevo días intentando
encontrarme con el Flaco pero aún no lo logro. Es la figurita difícil. Sí, el
más viajero de mis hermanos también está en la isla. Son tantos mis amigos que
emigraron, que cuando voy siempre me cruzo con algunos que también están de
visita. Al final lo consigo. Nos vamos a ver a “El Noro y Primera Clase” que
tocan en el salón rojo del Capri. Estoy contento por partida doble, al Noro lo
escucho todas las semanas y escribí una nota sobre su último disco, pero no lo
había podido ver en vivo. El lugar está lejos de estar lleno. Después compruebo
que mucha gente no lo conoce. No entiendo a éste mundo. Empiezan a tocar a la 1
de la mañana, nos da tiempo a actualizarnos con el Flaco. Durante muchos años
nos vimos todos los días y casi todas las noches, ahora no nos vemos en persona
hace más de cinco. El Noro no me defrauda: lo que brilla con luz propia no hay
quién lo pueda apagar.
Alquilamos un carro. Nos vamos
a Santa Clara. Allá nos espera la familia. Julito me avisa que no pudo
conseguir garbanzos por ningún lado. Se nos rompe una tradición. Veníamos bien,
pero todo tiene su límite. Alex, un amigo, me dice que me lleve una canistra con veinte litros en el
maletero, o nos vamos a quedar botao’s. No hay gasolina, o hay muy poca. En La
Habana hay larguísimas colas en todas las estaciones de servicio, salvo en las tres
que son para carros rentados. En las provincias es diferente, me dice mi amigo,
muchas veces no hay tampoco en las de renta. Traemos mucho equipaje, regalos y
pedidos de toda la familia. El auto es pequeñito. Nunca escuché antes la
palabra canistra, es horrible. De
todas maneras no nos cabe. Lleno el tanque, rezo al dios de los ateos y
salimos.
En la carretera se ven muy pocos
autos. El viaje es bueno. Compramos frutas más baratas por el camino. Después
me arrepiento de no haber comprado más. Llegamos, almorzamos en horario de
merienda y nos tenemos que ir corriendo al museo de Artes Decorativas que toca
Roly. Sabemos que después se va para La Habana y tal vez no lo volvemos a ver.
Lo disfrutamos mucho. Rolando es el Gardel cubano: cada día canta mejor, y te
da un abrazo que seguro es más cálido que los de Carlitos.
En Santa Clara el ritmo es más
lento, pero sólo un poco. Salimos a hacer un tour de compras, porque en Cuba
casi nunca se puede comprar todo en el mismo lugar. Compruebo que allá también
están vitales las mipymes: pequeñas
tiendas privadas de productos importados. Los precios, aunque expresados en
pesos, van al ritmo del dólar. Valores muy elevados para la mayoría de los
salarios nacionales. También juego al fútbol con mis sobrinos en la calle. Corro
en campo sport. Le hago mimos al conejo del Pedri. Vamos a la primaria de Juli
a buscarlo. Sus dos profesoras de quinto grado tienen 85 años. No se puede
creer lo lindas y vitales que se ven. Son jubiladas recontratadas. Una
jubilación no alcanza. Laura me dice que tienen mucha suerte de tenerlas. Las
más jóvenes suelen ser mucho peores docentes.
Un día vamos a comer toda la
familia. Somos un grupo grande, nos cuesta encontrar restaurante con mesa para
tantos comensales. Terminamos en “El sol”, un clásico ya del centro
santaclareño. Al salir, se pelean un señor mayor y un muchachito de unos trece
años, por ver quién estaba cuidando el carro. Otro día vamos a la Cuerda Rota,
la peña del Miche en el bar Tacones Lejanos del Mejunje. Está buenísima. Tiene
invitados diversos, como Angelo, frikie viejo, un clásico del under de la
ciudad. Más borracho no puede estar, pero no le erra a ningún acorde. También unos
chicos que se hacen llamar los aristogatos, uno de los que hace coros debe de ser
más joven que yo, pero no le queda casi ningún diente. El público también es
sumamente variado en todo sentido. De ahí seguimos para un concierto de Vivanco
en un barcito al lado del cine Camilo Cienfuegos, está repleto. Terminamos en Blackout,
otro bar que no conocía, tiene toda la onda. La magia de la noche santaclareña
sigue intacta.
Volvemos a La Habana. El ritmo
arrecia de nuevo. El refrigerador sigue con problemas. Vamos a tomar un café
con mi querida Maggie. Nos encontramos a Reinier, que vino de Alemania, y no lo
vemos hace como quince años. Paseamos por La Habana Vieja. A veces dormimos la
siesta. Los niños están viendo mucha tele, nos preocupamos, pero bueno, es así
en vacaciones. Un día se van a mataperrear para casa de Pescao en Marianao, no
sólo ven pantallas. Oliverio reclama que salimos mucho de noche. Intento
explicarle que tenemos que aprovechar los abuelos adeudados de todo el año. No
sé si lo convence mi explicación. Vamos a buscar a Nina a su escuela primaria.
Tienen natación en una piscina hermosa. Vemos el final de la clase. De repente
me sorprenden algunas cosas como esa, por más que sea algo bastante
excepcional.
Vamos a la Fábrica de Arte un
domingo. Sigue linda y con tremendo swing. Hay poca gente, nunca la vi tan
vacía. Me meto pretextos: quizás porque es domingo, tal vez porque hay frío.
Esa noche toca Frank Delgado. El audio está más o menos, pero disfrutamos ver
tocar a Frank. Otro día volvemos al Festival de la Salsa. Esa vez no tuvimos
que pasar el filtro de Cuca. Es viernes, hay bastante más gente. En un momento
bailé con una muchacha que bailaba muy bien. Me sorprendió que cuando la
soltaba para que diera una vuelta sobre sí misma, ella daba dos. Y caía bien en
el paso, claro. Otro nivel. Mientras bailamos se acerca un muchacho a
filmarnos, es notorio porque nos apunta con la luz potente que tiene la cámara.
La bailarina, al ver que estaba en escena, se alborotó y empezó a bailar con
más entusiasmo y una sonrisa emocionada. Se ve que le gustaba la idea
cinematográfica. Después vi que el que traía la cámara en mano bailó con ella.
Ahí quedó. Pero hace unos días, me escribe Nana desde México, una amiga querida
que hace tiempo no veo, me dice: “siempre hay un ojo que te ve”, y me manda el
siguiente video. Tenía algunas dudas sobre ese ojo omnipresente. Ahora ya no.
Y así, no sé cómo, pasaron
tres semanas. Ayer llegamos y en un rato nos vamos al aeropuerto. Que el tiempo
es elástico ya lo sabía, pero me niego a
aceptarle algunos excesos. Nos juntamos en mi casa para despedirnos. Vienen Ale
Suarez, Kerstin, una amiga de ellos que cae con una ensalada. Pedimos pizza. El
Flaco reinventa el ajedrez con mi papá. Charly me ayuda a terminar de cerrar
las maletas. Los niños, corretean y ríen, mezclan jerga argentina y cubana
indistintamente, y están, por suerte, más allá del tiempo y sus trampas.
Postdata.
Esta crónica es festiva,
digamos. Disfrutamos mucho el viaje, como siempre que vamos, pero en la isla la
situación general no está de juego. Quizás no hace falta aclararlo, pero por
las dudas, no sea que parezca que, más allá de alguna que otra dificultad, la
vida por allá es pura diversión, cuando para la mayoría es más bien lo
contrario. No tengo cómo saberlo con certeza, pero viendo los precios, en
particular los de la comida, creo que debe haber mucha gente pasando hambre.
Duele.
Pocos días después de volver
se dieron algunas protestas populares en el oriente del país. Todo quedó ahí,
pero cuando veía las noticias pensaba que no sería nada raro que explotaran
muchas más. Tampoco me extrañaría que eso no pasara. Así de compleja es la
situación, o así de desorientado estoy. El artículo “Las protestas más allá de
corriente y comida”, me pareció muy claro. Describe bien la situación política
y social actual, y los intrincados caminos posibles. Cómo decía en mi crónica
de hace dos años, creo que para poder soñar con un futuro mejor es
indispensable que se termine el infame bloqueo yanqui y que se acabe la
dictadura autoritaria que maneja el país. Se necesitan las dos y ninguna
debería depender de la otra para suceder. Sé que son cosas necesarias pero no
suficientes: hay muchos países con democracia y sin bloqueo que también están
muy mal, pero por algún lado hay que empezar.
De la serie “Cuba 2024 - Pinceladas de brocha gorda”