A mis amigos Marcela Cuevas y Jorge Suris, por tener
siempre esa alegría que contagia y por pedirme bonus track.

Finalmente me arrepentí de haber hecho aquel viaje. La idea había sido mía, así que no podía culpar a nadie. Tomé la decisión de ir a Trinidad casi por orgullo nacional. Durante los cuatro meses que estuve en España, fueron muchas las personas que conocí que habían visitado Cuba. Todas habían pasado por esa ciudad y habían quedado maravilladas. Me daba vergüenza no conocer un lugar así de famoso en mi país. Era completamente absurdo avergonzarme por eso, ya lo sé. Pienso ahora que mi vergüenza tenía un componente de rebeldía. No quería explicarle a cada uno de mis eventuales interlocutores que ganando 25 dólares al mes era muy difícil hacer viajes de ocio. Ya en el avión de regreso empecé a fantasear un viaje que no imaginé iba a desatar tantos demonios.




Barcelona no es una ciudad barata y mi beca no era demasiado buena, no obstante logré ahorrar unos 700 euros. Después de tantos días afuera, me dije que con el dinero ahorrado no quería comprarme nada, ni arreglar la pila del baño, ni pintar la casa. Ese dinero quería disfrutarlo, viajarlo, comérmelo, tomármelo, bailarlo. Se lo dije a Gustavo, le pareció bien. Le propuse el viaje a Trinidad y también le pareció fantástico.

Como corresponde a un lugar muy turístico, Trinidad es cara. Al menos para los estándares de Cuba. Incluso con mis euros ahorrados me parecía mucho pagar 25 CUC cada noche por una habitación. Una amiga sabía de una casa donde solo le alquilaban a cubanos y nos cobrarían 10. Estaba bien. Reservamos por teléfono, y al llegar a la terminal de ómnibus partimos caminando. Era cerca. Por el camino nos iban ofreciendo habitaciones de alquiler una y otra vez. Nosotros les decíamos que no con una sonrisa triunfal de ya reservados.

El día estaba hermoso: soleado, luminoso, sin mucho calor. Nosotros también estábamos radiantes.  Felices de hacer un viaje romántico después de varios meses de extrañarnos. Las callecitas empedradas, los tejados dorados por el sol mañanero, las bellas casas coloniales, cooperaban con nuestro ánimo. Todo parecía mágico allí. No había tráfico alguno por las calles adoquinadas, ni basura en las esquinas, ni gente estresada corriendo a su trabajo.

  Al llegar a la casa el dueño nos esperaba sonriente. Nos indicó la escalera por donde debíamos subir a la habitación y me dio las llaves. Yo fui alante mientras Gustavo tomaba agua y charlaba con el señor. Giré la llave, entré y miré con agrado las camas tendidas, la habitación limpia y olorosa, las toallas dobladas sobre la cama, hasta que de repente, ¡chan!, ahí estaba el motor de mis desgracias. Grande, robusta, inocultable, justo enfrente a la puerta del baño se podía ver la puerta cerrada con candado de uno de los closets. Los segundos siguientes fueron muy angustiantes para mí. Los minutos a continuación, horribles y humillantes. En los pocos segundos que tardó Gustavo en subir intenté, en vano, encontrar una solución. ¿Y si le decía a Gustavo que no me gustaba el lugar, que buscáramos otro? ¿Y si arrancaba el candado sin que nadie me viera y luego, con discreción, le explicaba al hombre de la casa la situación y le pagaba el daño? ¿Y si ponía delante de la puerta una ropa o mi propio cuerpo para tapar el asunto y tratar de ganar tiempo? Pensaba, pensaba, pensaba, pero cada cosa que se me ocurría me parecía más impracticable que la anterior. Mientras, sentía los pasos de Gustavo y del dueño de casa acercarse por la escalera. Conversaban afablemente cuando entraron a la habitación. Los miré un segundo paralizada desde la cama, luego cerré los ojos y me dispuse a esperar el desenlace. Ni siquiera podía rezar. Soy atea.



A los diez minutos caminábamos nuevamente por las calles adoquinadas con nuestras mochilas a cuestas. Ahora sin la sonrisa triunfal de antes y yo con un encabronamiento bastante espeso. Gustavo evitaba mirarme. Sabía del fuego que encontraría en mis ojos. No hablábamos. Caminábamos sin rumbo, uno al lado del otro, Gustavo un par de pasos adelante.

La escena había sido muy desagradable. El señor de la casa empezó a comentarnos de la habitación, el agua caliente, el agua fría, el aire acondicionado, y vi claramente el momento en que Gustavo descubrió la puerta del candado. Como otras veces, su cara empezó a transfigurarse, a ponerse roja. Aprieta las manos, tamborilea los dedos contra la palma, vuelve a apretar. El señor nos dice que en ese closet guardaba cosas personales y por eso lo dejaba con candado, que teníamos otro suficientemente grande para guardar nuestras cosas. Y ahí Gustavo suelta su andanada. “Ah sí, y qué, ¿nos ve cara de ladrones?, ¿piensa que vamos a robarle sus cosas que tiene que poner un candado?”, decía e iba subiendo el tono de voz. El hombre, totalmente desconcertado, trataba de apaciguarlo. “Oye, socio, pero tranquilo, fíjate que tienes otro closet para que ustedes…”. “Loco, ¿qué otro closet de qué pinga?, ¿qué es lo que quieres ocultar?, a ver, dime, ¿cuál es el misterio?”, ya gritando. Todo calcado a las veces anteriores, lo cual no me tranquilizaba en lo más mínimo. “Oye, socio, pérate un momento, me parece que te estás pasando un poco”, el hombre también empezó a subir la voz. “Pero dime qué coño tiene que hacer un candado aquí, mi hermano, a ver si yo entiendo”, Gustavo agarra el candado y lo zarandea, lo tira contra la madera del armario. La situación es muy tensa. Abajo, en el borde de la escalera, veo a una señora que debe ser la esposa del hombre y una anciana. Ambas miran la escena espantadas. “Oye, compadre, pero, ¿qué es lo que te pasa a ti?, si no te gusta te vas pa´l carajo”. En ese instante imaginé que el hombre sacaba un machete y nos caía a machetazos a los dos. Apenas me he movido. “Te metes tu candado en el culo, mi hermano, ¿cómo tú vas a poner un candado?...”, Gustavo respira alterado, mira al hombre con mucho odio. Tengo que hacer algo, pensé. Me levanté, agarré mi mochila. “Vamos, Gustavo, por favor”, fue lo más que logré decir. Me muero de vergüenza, me pregunto cómo es posible que esté pasando yo por esto.


Seguimos caminando y de nuevo nos ofrecen alojamiento en cada esquina. Todos piensan que somos extranjeros. “¿Argentina, España?”, nos preguntan sonrientes. Ninguno de los dos atina a decir nada. Negamos con la cabeza y seguimos caminando no se sabe a dónde. Me gustaría saber en qué carajos piensa ahora Gustavo. Yo tengo clavada en la mente la cara de la viejita. Antes de salir pedí disculpas a las dos mujeres. Lo dije muy bajito. No sé si lo habrán escuchado.

Unas cuadras después empezamos a preguntar a los que nos ofrecen alojamiento. Discutimos precios con ellos. Discutimos entre nosotros. Finalmente logramos que nos dejen una habitación en 20 CUC por noche. Mientras caminamos al nuevo alojamiento me aterra la idea de que también haya allí un armario con candado. Tengo ganas de preguntarle a Gustavo si sería capaz de armar otro show tan desagradable como el anterior. No puedo. No quiero dirigirle la palabra. A su vez pienso que él lo sufre más que yo. Que no lo puede controlar. Llegamos. Por suerte en la nueva habitación no hay nada inquietante.




Hace dos años salí por primera vez de Cuba. En ese primer viaje la estancia de investigación de mi beca de doctorado fue en Madrid. El impacto del primer mundo es fuerte. Carros modernos, avenidas anchas, el metro, las tiendas, las luces y una infinidad de cosas difíciles de transportar a palabras. Para un cubano hay un elemento adicional de fascinación: internet con alta velocidad. Poder ver videos online, buscar en la red lo que te dé la gana, obtener miles de resultados en un segundo y demás maravillas generan un relación pegajosa con la maldita pantalla de la PC. Creo que mis resultados de investigación no fueron muy alentadores en el primer mes de trabajo. Debo haber pasado muchas horas conversando con Google et al., y no precisamente por cosas de trabajo. Por ejemplo, concatenar un video de YouTube con otro puede ser un ejercicio interminable para alguien curioso y ávido de información que ha estado demasiado tiempo sin internet en serio.

En esa fecha ya había tenido un par de episodios con Gustavo e incluí el asunto en mis pesquisas de información. Se me ocurrió que a alguien le tendría que haber pasado algo similar. El mundo era demasiado ancho como para que ese extraño proceder se manifestara solamente en mi Gustavo. En las primeras búsquedas no salió nada, pero soy insistente, así que después de bucear un rato en extrañas páginas de internet, tuve las primeras novedades sobre el síndrome conocido como clausumfobia. Cuando leí su descripción en una página web noruega casi me caigo para atrás. Mencionaba las evasivas de los afectados a tratar el tema una vez terminado el episodio, los cambios abruptos de estado de ánimo, el comportamiento crispado de las manos, la agresividad como respuesta al temor característico de las fobias y otros detalles que calzaban a la perfección con lo que le pasaba a Gustavo. De todas maneras no logré encontrar muchas más fuentes sobre el tema. Le conté a Marina, una colombiana muy simpática con la que compartía cuarto. Recuerdo que me dijo: “Lamento decepcionarte, pero eso de que en internet está todo es un mito. Vete a bibliotecas, marica”.

Las bibliotecarias me miraban como si fuera un dinosaurio cuando les preguntaba si tenían algún libro que hablara de clausumfobia. “¿De claustrofobia, quieres decir?”, y terminaban dándome libros que hablaban sobre fobias comunes donde decía siempre esencialmente lo mismo, y por supuesto no mencionaban “la mía”. Valoré irme hasta Noruega e intentar entrevistarme con las psicóloga que aparecía mencionada en aquella página web, pero el plan era demasiado delirante. Regresé a Cuba sin mucha más información.


Poco tiempo después de ese viaje nos fuimos con su familia a una casa en Guanabo. Un día salimos a hacer unas compras y a la vuelta pasamos por la casa donde estaban alquilados unos amigos de la familia. Gustavo se había ido a correr por la playa y su hermana y el novio habían quedado en la casa, así que me fui yo sola son sus padres. Cuando llegamos a la casa de marras, veo que en una esquina de la sala había un closet cerrado con un candado pequeño. Me alegré de que Gustavo no hubiera ido e imaginé con sobresalto la escena que se podría haber armado. Seguimos conversando y tomando café cuando noté que las manos de Hernán, el viejo de Gustavo, se cerraban y se abrían con bastante crispación. Empecé a observarlo y vi cómo pestañaba con muchas más velocidad que la habitual, y que cada cinco o diez segundos miraba hacia la puerta del closet. Cuando apenas habíamos terminado el café el viejo se puso de pie y comenzó a despedirse de forma intempestiva. Le dijo a sus amigos que nos encontráramos al otro día en la playa.

Esa noche, después de cenar, nos sentamos todos a conversar en el portal, tomando unos roncitos y disfrutando la brisa del mar. Poco a poco fueron yéndose a dormir. Quedamos Hernán y yo solos. Siempre he tenido una excelente relación con mi suegro. No fue raro que esa noche nos quedáramos conversando.

Desinhibida por el alcohol, y aún con la escena de hacía un rato en la cabeza me animé a preguntarle al viejo si había escuchado hablar de la clausumfobia. Fue un impulso y estaba casi convencida de que me diría que no tenía ni idea de qué le hablaba. Pero el viejo siempre me sorprendía con su sapiencia. Sonrió con complicidad y vi en sus ojos que conocía bien el tema y que se había dado cuenta de todo.

“Eres observadora, muchacha. Y eso que con los años he aprendido a controlarlo bastante bien”, me dijo. Yo no salía de mi asombro. Hernán continuó hablando. “Imagino que llegaste al asunto por Gustavo. ¿Cuántos episodios ha tenido? ¿Se ha puesto muy agresivo?”, no esperaba esas preguntas. Me dio una vergüenza tremenda. Me debo haber puesto roja como un tomate. Sobre todo por la última pregunta. No sé por qué. Quizás era vergüenza ajena, me apenaba como se podía estar sintiendo el viejo con todo esto. Acaso vergüenza conmigo misma. Porque sí que se ponía agresivo, y yo lo había soportado varias veces. No debí. Tenía que haberlo mandado al carajo la primera o la segunda vez. Es cierto que su violencia no era para conmigo, es verdad que fuera de esos casos nunca era agresivo, pero igual. Mi aquiescencia no me hacía feliz. Todo eso pensaba y a la vez buscaba qué respuestas debía dar a Hernán. Me zampé lo que quedaba de ron en mi vaso. No era poco. El viejo agarró enseguida la botella y nos sirvió a los dos. Su mirada transmitía tranquilidad. No me presionaba, me daba aire, me dejaba pensar un par de minutos, pero esperaba las respuestas.

“Ha tenido varios episodios”, le dije. “Y no, no se ha puesto muy agresivo”, mentí, “pero no es agradable el asunto. Me gustaría saber cómo le empezó esto. Me gustaría poder ayudarlo”, le dije, y me di cuenta de que toda la situación me provocaba una gran tristeza. Sentí ganas de llorar. Hernán quizás lo notó. Me habló con especial dulzura. “Yo no sé mucho de su caso, m’hija. El tema de las evasivas de la clausumfobia es fuerte, a mí me ha costado mucho poder controlarlo, poder incluso hablar conmigo mismo. Imagínate hablarlo con él”, me dijo, se tomó otro trago largo, siguió hablando. “Tampoco sé cómo le empezó el asunto, si habrá tenido algún episodio detonante. A mí me surgió hace muchos años por una vivencia puntual”, dijo enigmático, bebió más ron. “Un momento difícil de mi vida. Una situación que después evolucionó hacia esa repulsión irracional e incontrolable” dijo e hizo una larga pausa. Ambos nos quedamos en silencio durante un par de minutos. Me carcomía la curiosidad pero no me atrevía a pedirle que me contara algo tan íntimo. El viejo volvió a hablar.

“Pasó hace muchos años y debería ser un tema superado en mi vida, pero nunca he dejado de recordarlo. Y sabes, ¿qué?, no se lo he contado a casi nadie en éste mundo. Cuando aquello ocurrió, hace más de treinta años, se lo conté a Joaquín, mi mejor amigo. Murió el año pasado. Desde que el Joaco se fue, siento algo que me quema por dentro, como si esa historia pesara otra vez sobre mis hombros. Es una tontería, es una novelería, pero aunque Joaquín estaba muy flaco, y no podía caminar sin su bastón, y sus rodillas estaban débiles, aunque no lo parecía, era fuerte. Cargaba esa parte de mi historia como el mejor Hércules de barrio. Y ahora… ahora es como si me pesara el doble, casi como hace treinta años”, dijo el viejo y me pareció que le hablaba más al aire que a mí. Otra vez sentí esa vergüenza de estar entrando en un territorio íntimo donde no debía, y al mismo tiempo la curiosidad me picaba en todo el cuerpo. Los dos seguíamos tomando ron. El alcohol lo afloja todo. Eso era bueno. Eso era malo. No sé.



“Hacía días que venía sospechando algo raro. Por supuesto que no eso. No me pasaba por la cabeza que la vieja pudiera hacer algo así. A veces me entra ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres. Cuando me da esa cosa, ese pálpito, trato de no pensar mucho y seguir mi corazonada. Es como no pensar mucho y dejar que la vida hable por sí misma. Hacía varios días que al llegar del trabajo había algo que no me cuadraba en la casa. Nuestra dinámica había cambiado en algo y no me daba cuenta en qué. La cosa es que un día decidí salir antes del trabajo.

Vivíamos entonces en un casita pequeña, no obstante nuestra habitación era bastante amplia. Unos meses atrás habíamos comprado un armario grande de madera para cada uno. De cedro, recuerdo. Mis padres nos habían ayudado a pagarlo. Poco tiempo después de comprarlo, Zoila puso un candado pequeño a una de las puertas del closet. Me dijo que había recuerdos de su madre, de su abuela, de su infancia, algunas joyas heredadas y con historia en la familia. Cosas que le daba mucho miedo perder. Por nuestra casa pasaba mucha gente. Vivíamos con las puertas abiertas. Los vecinos entraban, conversaban, salían. Luego me diría dónde escondería la llave. Le dije que sí y me olvidé del maldito candado. Nunca mencionó otra vez lo de la llave, ni yo le pregunté.

Esa tarde llegué a casa poco después del mediodía. Un rato antes hablé con mi jefe, le dije que no me sentía bien. Me dijo que fuera tranquilo, que descansara, que el próximo día fuera temprano. Era miércoles, recuerdo. Paré como de costumbre en la cafetería que estaba en la esquina del taller. Hablé un par de boberías con el chino mientras tomaba un café y seguí viaje. Al llegar, le metí un grito a la vieja como de costumbre, tiré el sombrero sobre el sofá y fui a la cocina a tomar agua. Zoila salió del cuarto asombrada por mi llegada tan temprano. Le expliqué. Me preguntó si ya había almorzado. Todo parecía normal, igual que siempre. Le dije que no y fui al cuarto a cambiarme. Ella vino detrás de mí con cierta presteza que me pareció extraña. Me estaba quitando la ropa del trabajo …”, el viejo hizo una pausa para tomar aire y darse un trago largo.




Esa noche hablé largo rato con Hernán. Recuerdo que al otro día no podía pensar en otra cosa. Salí a caminar sola por la playa e iba recordando la intensa conversación que sostuvimos. Me di cuenta de que había estado bastante borracha. Cierto humo, cierta niebla espesa y blanca recubría las palabras del viejo en mi memoria. Mientras caminaba por la arena iba viendo una película en mi cabeza. Un film imaginario donde construía escenas a partir de lo escuchado la noche anterior, y tenía que ir agregando, claro, partes de mi imaginación. Ahora pienso que esa mañana aún algo de borrachera tenía. El alcohol que queda en sangre después de una curda larga. Un aletargamiento en la cabeza que hace al tiempo más lento. Recuerdo específicamente cómo construí toda una escena que el viejo no me contó porque no la vio, porque no la vivió, porque a lo sumo podría haberla creado en su cabeza, como hice yo.

No sé por qué, a partir de ese día, cada vez que Gustavo ha tenido un episodio de clausumfobia, me viene esa escena a la cabeza de forma recurrente. Una sucesión de imágenes totalmente inventada por mí. En los días que siguen al suceso, la veo y la veo. Ahora, mientras camino por las calles de Trinidad me pasa otra vez. Tantas veces la recreé, tantas veces vi ese fragmento cinematográfico en mi mente, que en algunos momentos dudo si no fue real. Si el viejo no me contó también aquello esa noche en Guanabo.




Zoila se peina ante el espejo y se pinta apenas los labios. Siente los tres golpes breves en la puerta. Se le tensan todos los músculos. Va a abrir. Hace semanas que repiten éste rito cada martes, pero aún se pone muy nerviosa. No sabe si por lo transgresor de lo que está haciendo, por lo indebido, o por la emoción que le da encontrarse con él. Cuando ella abre, él entra lo más rápido posible. Una vez que cierran la puerta con pestillo, ahí sí se abrazan, se acarician, se miran a los ojos, emocionados.

Ese día él está especialmente juguetón. Hace mucho calor. Está sudado, sofocado por el sol de la calle. Le dice que se bañen juntos. En la manguera. En ese patiecito interior tan lindo que no se ve desde casa de ningún vecino. Ella se niega, le dice que si está loco, y como con casi todas sus peticiones, primero se niega y enseguida lo complace. Se bañan semidesnudos en el patiecito, juegan, se ríen, se besan y siempre hablan en voz muy baja por temor a que alguien los escuche. Se les va el tiempo con el agua y los juegos. Él se tiene que ir corriendo. Se le acaba la hora libre que tiene en el trabajo. Le dice que vuelve mañana, que no puede quedarse con esas ganas toda la semana. Ella le dice que no, que es peligroso verse más de una vez por semana. Luego acepta.

Al día siguiente él aparece a la hora habitual. Todo igual que siempre salvo una pequeña diferencia, es miércoles, un día atravesado. Cuando se saludan ella nota que él está muy resfriado. Los dos se ríen, pícaros, y se besan con la misma intensidad de siempre. Van al cuarto, se abrazan, se tocan, se empiezan a quitar la ropa y poco después sienten el grito de saludo de Hernán desde la puerta de la calle.



Apenas disfruto los paseos por la ciudad. Tengo la cabeza en otro lado. Trinidad es seguramente una ciudad hermosa y sorprendente, pero la belleza siempre depende de por dónde estén las musas de uno. No existe per se, pienso.

Gustavo está más amoroso que nunca. Todo me parece un deja-vu. Siempre que mete la pata se pone así, que es una seda, que todo son cariños, caricias, cortesías. No debo ser injusta, él suele ser cariñoso. Ahora lo es más. Yo intento sonreír ante sus gestos pero se me nota que estoy mal. Sólo quiero caminar y pensar. O más bien sólo puedo. Las escenas me vienen a la cabeza una y otra vez y esa pregunta que me atormenta hace meses.

Caminando y caminando nos hemos alejado de la parte más turística de la ciudad. Yo no puedo parar de caminar y Gustavo me sigue fielmente. En estas calles hay polvo, carros ruidosos y casas ya no tan lindas. Se ven algunas viviendas muy humildes que contrastan con las casas arregladas y pintadas donde se alojan los turistas. Ese contraste abrocha mi tristeza.
Mi mente vuelve a las escenas con Zoila, a la conversación de aquella noche con el viejo. Hernán es un hombre muy correcto. Jamás dice palabrotas. Pero esa noche, mientras me contaba sus desvelos más íntimos, le salió de lo más profundo. “El muy maricón estornudó dentro del closet. Tenía mucho catarro, mucha alergia. No lo pudo evitar”, me dijo.

Pienso que la clausumfobia no tiene cura. Lo decía esa psicóloga noruega que leí en internet y Hernán era la prueba latente. Cómo se contagió Gustavo no lo sé. Quizás, cuando era niño, penetró en su subconsciente ver al padre con esa actitud. Tal vez hay un elemento genético que en un momento de la vida, ante una situación particular, explota. Yo tengo una teoría más peregrina. Su causa de aparición, en una persona con predisposición a la enfermedad, es el machismo. Ese padecimiento ancestral de la civilización. El machismo que enferma la mente del viejo porque no puede concebir que le pase eso cuando seguramente, como me dejó entrever, él estuvo con varias mujeres durante su matrimonio. El machismo que hace que Gustavo deje intempestivamente y sin consultarme el lugar donde nos vamos a quedar. Entonces me vuelve la pregunta que más me atormenta. ¿Será hereditaria esa fobia? ¿Puedo tener un hijo con Gustavo y arriesgarme a inocularle esa cosa?



Pienso que quiero doblar en la próxima esquina y que cada uno siga por su camino. No quiero tener que explicar nada, ni hablar durante horas dándole vueltas al asunto. Que terminar una relación de pareja sea así de sencillo. Tomo por otra calle, tomo otra ruta. Nada más. No quiere decir que no podamos cruzarnos mañana en un parque, o encontrarnos a tomar un café, pero ahora cada uno sigue su camino. Así de fácil. Así me gustaría.            

Daniel Silva Jiménez
La Habana-Buenos Aires / 2015

Foto: Kaloian Santos Cabrera

“…y al llegar, a la Plaza de Mayo me dio, por llorar,
y me puse a gritar ¿dónde estás?”
JS

En pocos días, Cristina dejará de ser la presidente de la República Argentina. Creo que la voy a extrañar al frente del gobierno, pero lo sabré realmente en unos meses. Debo decir que Cristina no es la presidente que más me gustaría. Digamos que si cierro los ojos y empiezo a imaginar al jefe de gobierno ideal no saldría ella, pero decía una amiga que "lo ideal es enemigo de lo posible". En general prefiero creer que la utopía es posible, pero en muchísimos casos la idea de mi amiga aplica. Creo que éste es uno de ellos. Mirando a los candidatos opositores de elecciones pasadas y sobre todo mirando a los que se perfilan a sucederla, crece su estatura.

A mi modo de ver, en sus ocho años de gobierno hizo muchas cosas que estuvieron buenas, algunas de ellas geniales y otras varias que no tanto. No voy a enumerar aquí los logros de su gestión, ni sus debes, dejo eso a cronistas más versados. Me quiero centrar en algo que impacta cuando se ve de cerca. Me refiero a la mística que genera Cristina en un sector amplio del pueblo argentino, en particular en muchos jóvenes.

A sus enemigos y opositores esta realidad los enerva como ninguna. Despotrican, se enrojecen de rabia, arguyen que ese fenómeno sucede por intereses, porque son gente sin cerebro, o cualquier barbaridad que ahora mismo se les pueda ocurrir. Pero eso lo vi yo de cerca en muchas oportunidades. Las lágrimas en los ojos de muchísimos jóvenes al escucharla hablar, la emoción indiscutible de miles y miles de personas en cada una de sus apariciones públicas. Eso no se puede fingir, ni hay interés material que lo genere. En Argentina no hay ningún otro líder que motive esa empatía, y no sé si lo habrá en algún otro lugar de Latinoamérica.

El fanatismo en temas políticos creo que no es nada bueno. La política no es más que la forma en la que organizamos la vida de todos en sociedad, con lo cual, lo que tiene sentido, para mí, es analizar cada propuesta de un gobierno a través de la razón. O sea, evaluar si me parece bien o no para la sociedad que quiero, y no qué colores lleva puesto el partido o la persona que determina cierto rumbo político. No obstante los humanos no podemos vivir con la cabeza desconectada de las emociones (por suerte). Y además, creo que es mucho mejor que exista emocionalidad que puede restar sensatez y calma a los análisis, a que haya apatía. O sea, prefiero a un joven militando, es decir, pensando en los demás, trabajando para el colectivo, aunque pueda criticarle cierto dogmatismo, a un tipo que le importan un bledo los demás, y vive pensando sólo en su vida, en su trabajo, en el auto que se va a comprar, o el viaje que va a hacer.


Foto: Kaloian Santos Cabrera

 Creo que al otro día de que Cristina salió electa en su segundo mandato, sus opositores empezaron a hablar en contra de una re reelección. Según la constitución argentina, una persona sólo puede estar dos mandatos consecutivos en el gobierno. Sin que Cristina mencionara la idea de cambiar esa norma, empezó todo un movimiento para impedirlo. Hubo marchas, arengas y distintas manifestaciones en contra de la re-re. Jamás Cristina planteó tal cosa. Por suerte.

Yo estoy a favor de que un presidente esté un número de mandatos limitados en el poder. Vengo de una mala experiencia. En Cuba un presidente estuvo 50 años, y me parece que llegó a estar bastante enajenado de lo que realmente sucedía en el país. (Por cierto, que parecería que el actual presidente de Cuba está de acuerdo conmigo al respecto. Planteó lo mismo para su mandato y los que siguen). Pero más que eso, creo que los proyectos deben ser de ideas y no de personas. Es una larga discusión, la dejo para otro momento. Lo cierto es que me da gracia que la oposición tuviera tanto temor de que Cristina se presentara de nuevo, veían claramente que en las urnas sacaría amplia ventaja como hizo en su elección pasada.

Muchos se ilusionan con la idea de que Cristina vuelva a postularse en 2019. Está por ver. Ella no ha dicho nada al respecto. Hace unos días se vio en la calles de Rosario una pintada que manifiesta con ternura el sentir de algunos sectores de la sociedad. El muro decía: “Abrázame hasta que vuelva Cristina”.


                                                                    
Para finalizar les dejo éste video donde se ve a la militancia cantándole una despedida. Me emociona cada vez que lo veo. A pesar de que hace años veo éste tipo de manifestaciones y de que las presencié en vivo varias veces, no dejó nunca de impresionarme que en todas y cada una de las apariciones públicas de la presidente hubiera miles de jóvenes cantándole con tanto entusiasmo. Ojalá haya jóvenes así por todos lados, personas pensando en los demás, en la sociedad como colectivo. Más allá de aciertos o errores, esto es ya un valor en sí mismo.


Hasta luego, Cris.        
Estamos en Santa Clara, en el mes de julio. El sol es abrasador como en toda la isla de Cuba. Se da entonces una particular batalla. El arte contra el sol. El pueblo con el arte como herramienta, como cobija, como arma. Así deberían ser todas las guerras. De luz y colores. De sueños y fuego. Los invencibles rayos del astro rey cayendo con fuerza y la plástica cubana ofreciéndole ruda resistencia. Pintores cubanos de varias generaciones sacando sus pinceles de una manera peculiar. Lo que ellos sintieron un día en lo más hondo, ahora en un parque, en una calle, en una encrucijada, en manos de todos.

Quizás las más bellas batallas son aquellas que se saben perdidas. Una insensatez linda del ser humano. Apaciguar lo inevitable. Nadie va a salvarse del calor del sol, ni de su luz, ni de su potencia. Sin embargo la lucha se da cada mañana.




















En los últimos meses cada persona que me encuentro me pregunta cómo veo el acercamiento entre Cuba y USA. Una vez llegado de Cuba, y a la luz de la apertura de ambas embajadas, la pregunta me llega con más énfasis y nuevos bríos: ¿cómo ve la gente en la isla dicho acercamiento? ¿cómo se vive? ¿cómo impacta en la vida de los cubanos? Evidentemente es un tema atrayente que genera expectativas de todo tipo. Son complicadas sus respuestas.

Un día en la calle escuché a un hombre que decía, “nosotros siempre esperando que alguien nos salve, imagínate, ahora estamos esperando por los americanos” y se reía. Da risa, sí, y quizás también ganas de llorar. Entiendo que se refería a que en Cuba, en los últimos 55 años, hemos dependido de países “amigos” para la subsistencia. Como se sabe, durante muchos años la extinta Unión Soviética colaboró de manera esencial en el mantenimiento económico de la isla. Años después del derrumbe del campo socialista, y luego de navegar con muchas penas la tremenda crisis del llamado “Período Especial”, pasamos a tener como gran aliado a Venezuela. La situación del país sudamericano, inmerso en tensiones internas y crisis diversas, hace pensar que sería sabio tener alternativas a mano.

Que el nuevo socio vital venga a ser Estados Unidos es, al menos, polémico. Cuesta asimilar la idea de que el país considerado durante las últimas cinco décadas como el principal enemigo del gobierno de La Habana, venga a ser ahora nuestro salvador. El siglo XXI parecería estar siendo demasiado dinámico. De todas maneras, no se asuste, o al menos, no tanto, es sólo una manera de verlo. Es una paradoja sembrada en medio de esta nueva realidad, pero probablemente no su centro.

Creo que no hay nadie en Cuba, ni en el gobierno, ni en la gente común, que imagine sinceramente a los Estados Unidos como un país amigo que vendrá a ayudar por simpatías y afinidades políticas o ideológicas, como quizás sí lo hicieron las naciones antes mencionadas. Como el propio gobierno ha dicho, creo que la apuesta es por una relación de conveniencia mutua y respeto. Visto así parecería ser un buen paso como cambio estratégico. Es decir, dejar de depender de países amigos que nos ayudan, para fundar un progreso basado en la propia nación cubana como motor. Esto con colaboración de otros, claro, pero solo en tanto estamos todos relacionados en este mundo. Mejor aun será tener un universo variado de eventuales socios estratégicos, en lugar de tener un único sostén. En éste sentido parecería haber dado ya algunos pasos el gobierno de Raúl al haber ampliado lazos comerciales con China, Rusia, Brasil y otros. En particular a través de la mega obra del puerto del Mariel y alrededores.


Volviendo al tema USA, cuando me preguntan sobre cómo lo vive la gente en Cuba, me doy cuenta, una vez más, de que ciertos acontecimientos parecen más dramáticos desde afuera. Grandes titulares en periódicos de alto impacto mediático, reiteradas notas en noticieros, dossiers, programas especiales y demás, hacen pensar que ciertos temas paralizan al país y está todo el mundo sólo pensando en ello. No es así, la gente está trabajando, comprando el pan, averiguando dónde sacaron huevos, viendo qué inventa para seguir adelante. Y entre todas estas cosas, también piensa en lo de las nuevas relaciones con Estados Unidos, pero no al revés.

No obstante sentí que es un tema perturbador, como casi no podía ser de otra manera. Gravita de alguna forma sobre casi cualquier conversación seria, máxime si de alguna forma del futuro se trata. En particular se palpita la idea de que, si cambiaran las leyes del bloqueo, podrían llegar decenas de miles de turistas gringos en un abrir y cerrar de ojos.

Por supuesto el humor no ha pasado por alto el cambio de circunstancias. Mi tocayo doble, Luis Daniel Silva, a través de su popularísimo personaje de Pánfilo bromeaba en su programa de los lunes en la televisión cubana con que antes se llevaba muy mal con los vecinos de enfrente, a diferencia de ahora que son muy amigos. Virulo, por su parte, está presentando su espectáculo “Cuba sí, yanquis ¿qué?”. El cambio de discurso que requiere la nueva etapa es difícil de digerir en dos días. El humor siempre ayuda.  


Ver la bandera de las barras y las estrellas izarse en La Habana hace algunas semanas, a mí en lo personal, y hablando con el corazón, no me dio ninguna alegría. Los desmanes que han ideado, desarrollado y llevado adelante los gobiernos norteamericanos no se me pueden olvidar de un plumazo. En Latinoamérica no han ido a ningún país con intenciones de ayudar realmente a su pueblo, más bien han hecho lo opuesto en casi todos los casos. No tendría por qué ser distinto en Cuba.

El punto es que concretamente ese enorme país existe, está a noventa millas de Cuba, e intentar ocultarlo con un dedo no es un camino. Quiero decir, objetivamente parecería que lo más sensato es tener relaciones diplomáticas, como las tiene cualquier otro país. Esto sumado a la insoslayable realidad de que miles de familias cubanas radican en ese país. Dinamizar las relaciones de las familias separadas en las dos orillas, cooperar con una reconciliación comenzada ya hace años, es una arista afortunada del asunto.

Si realmente llega una avalancha de turistas del norte y el dinero que dejen se recauda, redistribuye y repercute en mejoras económicas para la mayoría de los cubanos. Si el gobierno cubano (el actual y los que vengan) logra mantener a raya la injerencia en asuntos internos. Si el país consigue mantener su rumbo propio y edificar una realidad culturalmente rica, y eso se consigue asociado a esa tan ansiada y postergada prosperidad, la jugada habrá sido un éxito.

Si se instalan y arraigan “valores” norteamericanos como la veneración de la comida rápida, el consumismo indetenible, el individualismo, la competitividad por encima de cualquier cosa y paradigmas lamentables como ese de dividir al mundo entre winners y loosers, estaremos jodidos. Pero como decía antes, continuar aislados no es un camino viable para evitar esos males u otros peores. Así que no queda otro que correr el riesgo. Como dice Martinez Heredia en un artículo reciente sobre el tema, pronto estaremos en medio de una gran pelea de símbolos. Y varias peleas más, agrego yo.


Cuando era niño siempre estaba presente la idea de que podían llegar los americanos. Una invasión del gran enemigo era una posibilidad para la que supuestamente nos preparábamos sin cesar. En muchas ocasiones incluso se bromeaba con el tema, si sonaba una explosión, de un tubo de escape, por ejemplo, alguien decía: “llegaron los americanos”. Según el discurso oficial nuestro pueblo aguerrido estaba listo para repeler un ataque de la potencia vecina. Resistiríamos gracias a nuestros ideales. Por suerte no hicieron la prueba. Muchos años después parece que llegan los americanos de una forma muy distinta. Veremos qué pasa.


Hay una frase que se hizo popular en Cuba en los últimos años que reza: “la cultura no tiene momento fijo”. La he analizado varias veces y no logro comprenderla cabalmente. O sea, como dijera, en la obra “La comisión”, el gran Daniel Rabinovich1: “yo no lo entiendo”. No obstante la frase tiene algún misterioso magnetismo que me ha hecho pensar en ella más de una vez.

Tal vez me venía a la mente al ver que La Habana está culturalmente más activa que nunca. La Duodécima Bienal de La Habana, recientemente finalizada con mucho éxito, fue un ejemplo elocuente. Un evento donde el arte se entremezcla de manera virtuosa con la urbe y su gente. Se da allí un fenómeno que siempre debería ser codiciado por el arte: que sea realmente popular sin perder por ello nivel artístico.

En la escena musical es quizás más latente aún. La ciudad está encendida. La música la toma por asalto cada noche. Tanto es así que ha continuado el flujo de músicos que habían emigrado y vuelven a instalarse en la isla. Les va mejor allí. Los lugares con música en vivo han aumentado y por lo general están llenos. Ganan bien por la noche y por la mañana se nutren del aroma musical del mar que los vio nacer. Dicen que inspira como pocos.

Uno de los más encumbrados entre los que se ha sumado al regreso es Isaac Delgado. Su reencuentro con el público cubano ha sido un lindo romance y una oda a lo poderoso de las raíces y la idiosincrasia.

Para los que vuelven, y también para lo que nunca se fueron, está ahora la atractiva posibilidad de ir a tocar a USA de vez en cuando. Corren nuevos vientos, a los artistas les dan visas y facilidades para viajar. Muchos músicos y grupos lo vienen haciendo en los últimos años sin dejar de tener su residencia principal en la isla. Viajan por un fin de semana al país vecino, hacen un par de conciertos y regresan. Está bueno.

En medio de éste fulgor, o más bien como parte esencial de él, no puedo demorarme en mencionar a la Fábrica de Arte Cubano (FAC). El talentoso X Alfonso dejó de lado su carrera musical por un tiempo y ha creado, junto a sus colaboradores, éste espacio espectacular. Llegué allí con el peligro de tener altas expectativas e igual quedé impresionado. Es un lugar hermoso, cuidado en cada detalle, en cada rincón, lleno de magia. Un centro donde las salas para conciertos conviven armoniosamente con exposiciones de fotos, de plástica, de arte contemporáneo. Con varias barras de bebidas, espacios al aire libre, salones inmensos, salitas pequeñas y acogedoras, da gusto recorrer un complejo hábilmente diseñado y refaccionado, en lo que era una antigua fábrica, abandonada durante muchos años. El precio de la entrada (50 CUP) es accesible para un sector muy amplio de la población.

Otro espacio totalmente nuevo, y mucho menos conocido, me gustó más aun, si es que cabe. Me refiero al Museo Orgánico del Romerillo (MOR). Un lugar ideado, producido y dirigido por el artista plástico Alexis Leyva. Si ese nombre no le dijo nada, tal vez Kcho sí le suene. Kcho es un personaje polémico y pintoresco. Negro, grandote, gritón, de voz ronca y dicción dificultosa, amigo de Fidel (tanto que el anciano ex presidente, que apenas sale de su morada, dijo presente en la inauguración del MOR), reconocido internacionalmente por su obra plástica, seguidor extravagante del equipo de pelota de la Isla de la Juventud, si te cruzas con él en algún lugar no pasará inadvertido.
 
El lugar nos lo explicó el propio Kcho en persona. Ya habíamos dado una primera recorrida cuando lo vimos que iba saliendo a bordo de su tremenda camioneta. Le comentamos que estaba muy lindo el proyecto y eso fue suficiente para que decidiera bajarse. Dejó el motor encendido y fue a explicarnos mejor el asunto. Nos dirigió hacia un mapa de colores y nos fue contando la historia mientras señalaba distintos puntos del mapita. Con su voz gruesa nos relató que durante diez meses se enfocó por completo en sacar adelante el proyecto. Dejó a un lado su obra creativa, canceló todos sus compromisos internacionales y en ese tiempo levantó el grueso de las instalaciones del centro. Varias salas expositivas, hermosas, arregladas, climatizadas. Otros espacios para la creación, talleres que podías recorrer y ver a los artistas trabajando, entre otros. Teníamos que escucharlo con mucha atención pues su pronunciación así lo requiere. Nos contó que el predio estuvo abandonado durante años y que se sentía feliz del lugar elegido. El Romerillo es un barrio donde la mayoría de las familias es de bajos recursos. Un barrio compuesto por casas muy humildes, algunas de ellas en muy malas condiciones. “Éste es mi barrio en La Habana. Yo pasaba todos los días por esta esquina cuando estaba en la Escuela de Arte”, nos dijo mostrando su sentido de pertenencia con el lugar.

Lo que más me gustó de lo que nos contó Kcho con orgullo, y que después comprobamos, es que es un proyecto mucho más abarcador que el centro en sí. Interviene en todo el barrio y hace partícipes a los vecinos. Han arreglado varias calles y plazas en los alrededores. En las cuadras adyacentes hay varias obras de arte que interpelan al barrio de diversas maneras. En particular han remodelado una bodega de modo que los vecinos compran el pan, y los pocos productos aún racionados por la libreta de abastecimiento, en medio de cuadros y obras de distintos artistas. Una emotiva carta (foto abajo) de una señora de otro barrio da cuenta de la incidencia del MOR en su entorno.

Me emociona ver proyectos comunitarios en la isla. Sobre todo si son independientes, si involucran a los vecinos de forma genuina y sin estar bajo el ala controladora del estado2. Es algo que hace años extraño y que creo es vital para tener una sociedad dinámica y creativa. Aunque el proyecto de Kcho pueda tener el visto bueno del poder, por ser quién es, no deja de cumplir esas cualidades que menciono. Y además no es el único que ha surgido en los últimos tiempos.



Volviendo a la FAC, entre los varios conciertos que fui a ver, estuve en uno muy bueno donde tocaban Carlos Miyares en el saxo, Chicoy en la guitarra, Oliver Valdés en la batería y Raúl Tobías en el bajo. Si cuatro mostros se juntan por lo general suena muy bien. Cuando terminó me encontré a los músicos en uno de los patios y estuvimos charlando un ratico. Le conté a Miyares que lo había visto un tiempo atrás en el Gran Rex cuando vino con Chucho Valdés y The Afro Cuban Messengers. Me dijo que le había gustado mucho Argentina y le contaba fascinado a Chicoy que en la ciudad de Córdoba habían ido a un restaurante a las tres de la mañana, que estaba lleno y el mozo los atendía como si fueran las ocho de la noche. Le brillaban los ojos. Pienso ahora que Miyares era partidario de que la comida tampoco tuviera momento fijo.


1 Daniel Rabinovich: fundador de Les Luthiers, genio inigualable de la escena teatral y humorística. Falleció el pasado 21 de Agosto dejando un hueco profundo en la cultura mundial.

2 En tierras donde el neoliberalismo arrasó, como en la mayoría de los países latinoamericanos en la década del 90, hablar en contra del estado no me gusta. Soy defensor de un estado con fuerte presencia en la sociedad. Venir de Cuba, donde el estado nos ha ahogado en muchos sentidos con su omnipresencia, no me ha hecho perder la perspectiva de su importancia como ente regulador de la justicia e igualador de oportunidades. Pero todo en exceso es malo, incluso el estado.








No quería, pero voy a tener que mencionar la manida frase. Esa que dice que un saco de palabras es un desperdicio al lado de una buena imagen. Pasa que no siempre se tiene la camarita lista. A veces te lamentas bastante. Me pasó en una tienda en moneda nacional en Habana del Este. La muchacha que debió atenderme merecía una foto. En realidad era una foto fija incrustada en una secuencia de video.

Es una mulata de muy lindas facciones y bastantes kilogramos de más. Está sentada en una silla de frente a la puerta. Su pesado brazo se apoya con el codo en el mostrador y permite que la mano sea una perfecta almohada para su cabeza que reposa allí, ladeada. Su mirada inexpresiva registra mi ingreso a la tienda, no se inmuta. Parecería que no se cuestiona absolutamente nada desde hace años. Yo observo los productos que se exponen, me hago preguntas en voz alta, las intento responder por mí mismo. Ella continúa inmutable. En un momento dado le pregunto si tienen líquido para fregar. Me mira y sin levantar su cara de la mano-almohada, apenitas moviendo la cabeza, me dice un rotundo “no”. Es un digno ejemplo de cómo economizar movimientos, energías. Me dan ganas de sacudirla, de pedirle que se espabile, que se levante, que viva. Me contengo. Echo una última mirada a la dependiente-foto-fija y salgo de la tienda.

La imagen es quizás una buena representación de las tiendas del comercio minorista del país. Un camión inmóvil en medio del tránsito. En su inmensa mayoría controlados por el estado, estos establecimientos apenas han cambiado su cara en los últimos años. En un país que se mueve, que cambia, que intenta crecer, donde además no existe un mercado mayorista para los negocios privados, un mercado minorista deficiente es el camión de marras en medio de la vía, trabando toda la circulación, generando caos, enojo, peleas.

Las tiendas de moneda nacional suelen ser lugares feos, grises, vetustos. Los productos, por lo general provenientes de la deprimida industria nacional, tienen una presentación básica y descolorida, y no suelen tener mucha calidad. La atención no es agradable, como pudieron ver a través de mi dependiente fotogénica. No obstante algunos productos sólo se consiguen en estas tiendas, e incluso pueden ser los mejores del mercado. Me dijeron, por ejemplo, que “el líquido de fregar de pesos cubanos” era el mejor. No pude comprobarlo porque nunca lo conseguí, pero dicen que de vez en cuando “sacan”.



He empleado los términos “moneda nacional” y “pesos cubanos”. Para un cubano, o un extranjero versado en cubanerías, es claro a qué me refiero, para el resto de los mortales es más bien confuso. Y es que así es el sistema de dualidad monetaria1 que existe en Cuba hace más de dos décadas: complicado de entender. Tanto es así que sus denominaciones no lo explican en lo más mínimo. Ambas monedas son nacionales, ambas son “pesos cubanos”.

En varias notas oficiales se ha dicho que la unificación monetaria está en camino, pero para no desmarcarse de ese aura misteriosa que le gusta a nuestro gobierno, no se sabe cuándo ni cómo. No obstante algunas medidas se han tomado para lograr ese objetivo. Por un lado, en muchas de las tiendas recaudadoras de divisa, o sea en CUC, ya se puede pagar también con CUP, haciendo la conversión al cambio oficial. Además crearon nuevos billetes de CUP de alta denominación (100, 200, 500 y 1000) que ya circulan.



Volviendo al tema del mercado minorista, en las tiendas en CUC el panorama es distinto, pero tampoco muy alentador. Los empleados por lo general no es que te atiendan bien, pero tienen un poco más de interés en trabajar. Los locales no son tan desvaídos, y hay muchos más productos. El tema es que si el punto de comparación son las tiendas en moneda nacional es fácil salir bien parados. O sea, no se ilusione.

Al menos yo no necesito dieciocho marcas de papel higiénico, como sucede en el mundo capitalista tradicional, me basta con que haya papel higiénico, pero eso no siempre se cumple.  Con frecuencia ocurre que no encuentras productos básicos. Suele pasar que para hacer una compra básica no sea suficiente con ir a un solo lugar. Debes hacer un paseo donde visitas varias tiendas, y ni así estarás seguro de obtener todo lo que necesitas. Si estás de turista quizás hasta te gusta el tal paseo, pero cuando tienes la vida cotidiana encima, y además el calor que ya les narré, no es nada divertido.

Para contrarrestar esta falencia del sistema se ponen en práctica dos métodos criollos que no resuelven el problema pero lo alivian. La ayuda vecinal y la comunicación intempestiva en la vía pública. El primero consiste en que si compraste algo que anda medio perdido y te encuentras a un vecino se lo comunicas ipso facto no sea que él también lo ande buscando. El segundo consiste en que si ves a alguien por la calle con algo que necesitas en la mano, lo abordas y le preguntas dónde lo compró. Por lo general la persona te responderá de forma amable y probablemente te de información de si quedaba mucho o no para que sepas cuánto debes apurarte.

(Déjenme hacer un paréntesis indispensable para quién lo necesite. No estoy hablando de tiendas subsidiadas por el estado donde podría uno ser “comprensivo”, me refiero a tiendas donde cada producto tiene una ganancia para el estado de un 240%, y donde además va a comprar la inmensa mayoría de los cubanos. Al menos alguna vez a comprar algo. A las tiendas con productos subsidiados y racionados se les conoce como “la bodega”, de esas les cuento luego).

En resumidas cuentas el sistema de importación, producción, distribución y reposición de productos es un verdadero desastre. Cuando vas a la tienda tienes que comprar lo que haya no sea que lo necesites la semana próxima. También hay productos que se “pierden”. Antes mencioné al papel higiénico porque es uno al que le gusta perderse, para mi suerte, no fue el caso en mi estancia allá.

Lo que sí estuvo de moda fue la escasez de cervezas nacionales, entre otras cosas. Todo parece indicar que el consumo de cerveza ha aumentado, no así la producción. Se dice que los negocios privados (restaurantes, bares, cafeterías), en real expansión y crecimiento, las compran por cajas y ya tienen cuadrado con los almaceneros para que se las guarden. Otra vez uno se pregunta cómo es que no se ha creado un mercado de venta mayorista. Fue así que con ganas de tomar cerveza cubana, tomé cervezas dominicanas, belgas, holandesas, españolas y hasta una portuguesa. Hice un no deseado tour por cervezas del mundo guiado por la ley de “la que hubiera”.

Por cierto, en éste mundo no falta la gente “creativa”, en Cuba tampoco, y donde hay una escasez puede surgir un negocio. Si de noche salías a comprar cerveza a los lugares habituales de venta nocturna (Infotours, DiTú, DiMar, Cupet, etc.) al llegar te enterabas de que no había cerveza nacional. Y justo a medio metro del mostrador encontrabas a varias personas con neveras plásticas ofreciéndote las mismas, pero con su valor incrementado en 1.5.

Hay cosas que son complicadas de lograr en un país. Organizar un sólido sistema de distribución y reposición de productos para unas ventas que dan un amplio margen de ganancia no parecería ser uno de ellos. Hay que buscar gente con ganas de hacerlo y pagarle bien, para que tengan ganas, y para que le sea rentable trabajar y no robar. Si eso sucede nos beneficiamos todos.

Aquí me he referido a las deficiencias por problemas de organización. El tema de los robos, en la cadena de distribución y ventas, lo voy a mencionar en otro post. Creo que son cosas diferentes, aunque vaya uno a saber cuan perversamente podrían estar trenzados.


Para terminar les cuento una anécdota en otra tienda en moneda nacional. Esta vez fue en el Náutico, en el oeste de la capital. La mujer que me atendió estaba sentada del otro lado del mostrador de vidrio, ella sí atenta a los clientes que entraban. La saludé y examiné los productos que se podían ver bajo el cristal. Encontré lo que andaba buscando: cajitas de tomacorrientes para poner en la pared. Cuando le pregunto el precio me dice que cuarenta pesos y acompaña su respuesta con un movimiento negativo con la cabeza. No entiendo. Le digo que me deje verlo y me responde algo irritada, “te estoy diciendo que no, pero tú insistes” y me extiende el producto de mala gana. Lo examino, ya perturbado por la actitud de la vendedora. Se veía artesanal, sin un buen terminado, pero quizás no era malo, no sé, no soy experto y llevaba días buscándolo. Tuve dudas. Le pregunto, “¿qué pasa, son malos estos?”, y me responde indignada, “niño, pero en qué idioma tú entiendes, te estoy diciendo que eso no sirve y tú no quieres entender, si tú quieres cómpralo, pero te estoy diciendo las cosas”. Todavía dudé un poco, pero con semejante arenga era difícil darle el sí. Decidí no comprar. Me quedé mirando un poco más la tienda y llegó otra cliente, una muchacha joven que le pidió dos cepillos de diente a la beligerante dependiente. “Eso no sirve para nada, te lavas dos veces y lo puedes botar”. La chica dudó un instante e iba a marcharse, pero recapacitó, fue fuerte, “dámelos, de todas maneras no tengo más ninguno”. La miré con admiración y sana envidia.

1 En Cuba existen dos monedas corrientes. El peso convertible (CUC) cuyo valor es equivalente a un dólar (USD) y el peso cubano (CUP) cuyo valor es 25 veces menor que un CUC, o sea 1 CUC = 25 CUP.

Hay unas cincuenta personas en la sala de espera. Ella revuelve su bolso, saca el celular, mira la hora. Son apenas pasadas las nueve de la mañana. Para la mesa de información hay sólo dos personas en cola, espera su turno. Su elegancia y sus piernas bien torneadas llaman la atención de más de uno de los que aguardan en la sala. Cuando le toca preguntar le indican que su trámite es arriba. Respira aliviada, se acomoda una vez más su melena rubia y brillosa, sube la escalera. Los tacones resuenan con elegancia en cada escalón.

En el piso de arriba se hacen trámites migratorios. Hay poca gente, la atienden rápido. La oficial busca su expediente en una gaveta, lo revisa brevemente y asiente con una leve y educada sonrisa. Saca un papel de la carpeta y se lo extiende.

-Su trámite fue aceptado, el niño ya tiene la nacionalidad cubana. Con éste documento y el carnet  de ambos padres, deben solicitar la confección de su tarjeta de menor en la planta baja –le dice de un tirón.

-¿Cómo? –dice con la cara desencajada, arrugando los ojos, moviendo la cabeza como quien se sacude una información que no quiere escuchar-. Pero yo no quiero que mi hijo sea cubano, yo no pedí eso.

-Bueno, compañera, aquí figura la solicitud hecha por usted de avecindamiento y ciudadanía.

-No, no, para hacer un trámite me dijeron que tenía que hacer el avecindamiento del niño, pero nadie me habló de ciudadanía. Yo no quiero que me hijo sea cubano.

-Compañera, la asesoraron mal, nosotros no tenemos culpa. El avecindamiento es un trámite que solamente se hace como paso previo para la ciudadanía. Lo cierto es que ahora el niño es cubano, tiene un número de identidad asentado y eso es irrevocable.

-No, no, pero cómo usted va a decirme eso.

-Compañera, ya le expliqué. Si quiere vaya al ministerio y presente su caso a ver qué le dicen. Quéjese allí. Nosotros no podemos hacer más nada. ¡Próximo!




La escena es real. La presenciamos en una oficina de Carnet de Identidad e Inmigración. Su mensaje es perturbador, es duro. Frank Delgado y Buena Fe lo dicen claramente en una canción: “el patriotismo entraña muchas restricciones”. En particular restricciones relacionadas con los viajes y migraciones, tan corrientes en éste siglo XXI.

Viajar en Cuba, ya sea por trabajo o por motivos personales, ha sido durante muchos años un dolor de cabeza. Cada trámite, cada paso, cada escalón hasta llegar al ansiado viaje era una odisea. Creo que más de uno habrá deseado, al menos por unos segundos, en medio de esos calvarios, no ser cubano. La nueva ley migratoria ha venido a cambiar sustancialmente esa realidad, no del todo pero sí en gran medida. No obstante el fantasma de que un viaje se “trabe” en cualquier momento sobrevive en el inconsciente colectivo. Y peor aún, de vez en cuando pasa.

Un paso más allá de los viajes, o de la salida del país en sí, está el fuerte flujo migratorio que hace ya bastantes años atraviesa a la sociedad cubana. Miles de personas emigran cada año a radicarse fuera. En particular jóvenes, en especial gente preparada, valiosa, indispensable para hacer que un país avance. Vencer los desafíos monumentales que tiene hoy la nación cubana pasa necesariamente por detener esa sangría de gente en estampida, y en el más romántico de los casos, por favorecer un retorno de al menos una parte de ellos.

Hasta hace unos años la estrategia era, por un lado, usar la fuerza: restricciones, leyes absurdas, trabas para la salida del país, dificultades para el manejo de los bienes de los ciudadanos emigrados o con planes de emigrar. Las cosas a la fuerza, a la larga, siempre son un fracaso, éste caso no fue la excepción. Y por otro, intentar convencer con diatribas patrióticas, con consignas, con moralinas, que quizás tuvieron fuerza en otra época de futuro esperanzador, pero que han tenido probablemente un efecto adverso en los últimos años de duro presente.

Creo que el único modo de evitar la emigración de marras es multiplicar las formas de ganarse la vida dignamente. O sea, generar puestos de trabajo bien remunerados, generar riquezas para remunerar bien los que ya existen, crear oportunidades para el emprendimiento de proyectos con posibilidad de ser exitosos.

Algo ha cambiado al respecto. Hay centenares de nuevos negocios por toda Cuba. En particular en La Habana se ven por todos lados locales con comercios que no existían hace muy poco. Bares, cafeterías y restaurantes de diversos tipos son los que más, pero además, dulcerías, panaderías, locales donde arreglan celulares y computadoras, peluquerías, gimnasios y un gran etcétera. A los dueños de todos esos negocios no parece estarles yendo mal, y los trabajadores ganan seguramente mucho más que lo que lograban ganar hace un tiempo. Un artículo publicado recientemente en El País de España da cuenta de varios de estos casos en La Habana Vieja.

No obstante no alcanza aún para cambiar la ecuación. Sigue sin ser mayoritario el grupo que puede beneficiarse de los nuevos aires. Los salarios del estado siguen siendo muy bajos. Como resultado sigue estando en el horizonte de muchos jóvenes la idea migratoria.

La diferencia positiva está en que ahora mucha gente trata de no emigrar del todo. Intenta ir y venir o dejar las puertas abiertas en la isla para un eventual retorno. Y más aún. La escena que narré al principio es en sí misma elocuente, pero no lo dice todo. Tiene como contracara miles de cubanos que están realizando trámites de repatriación. Conocí a varios. Por ejemplo un taxista en Santa Clara que había vivido más de 15 años en España donde ahorró algo de dinero. Ahora regresó, se compró una casita, un carro y vive de taxista. Vive mucho más tranquilo, me contó.

Otros hacen la repatriación para poder volver a vivir cuando quieran, o cuando lo necesiten, para poder comprarse una casa como inversión, o para poner un negocio, pero no necesariamente para instalarse del todo en la isla. Ese era el caso de un moreno que me encontré en la cola de una notaría. Vivía hace más de diez años en Moscú y allá estaba “luchando” el día a día. Le digo:

-Entonces vuelves a vivir pa’ acá.

-¿Quién te dijo a ti que vengo a vivir? –me responde con su voz gruesa y una guapería que no ha mutado ni un pelo en un decenio de nieve.

-Bueno, como estás haciendo el trámite de repatriación, pensé que...

-Coño, asere, pero y si me quiero comprar una casa aquí, o cualquier volá de esas.

-Tienes razón. Ven acá, ¿y qué opinas de Putin?

-Olvídate de eso, ese tipo es el caballo1.


1 En la jerga cubana se le dice "caballo" a quién sabe mucho de una materia, o es muy bueno haciendo algo.

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