Foto: Kaloian Santos Cabrera

Hace una hora que Marina da vueltas en la cama. Afuera de su casa apenas se escuchan ruidos. Parece que todos duermen. Habitualmente, si Marina deja la ventana abierta, entra, arrollador, el ruido del tráfico de la avenida que pasa frente a su edificio. Ahora no. Hace varias noches que entran sólo la brisa de la noche y el silencio.

De todas maneras ella no se puede dormir. La preocupación no la deja. Hace unas horas, sobre las 6 la tarde, se enteró de que el ascensor está roto. Aunque para ella no es tanto bajar y subir 9 pisos, siempre la ha perturbado que el ascensor no funcione. Le da una sensación de prisión, de agobio, de incapacidad de escapar rápido si fuera necesario.

Su madre, en el cuarto de al lado, tampoco puede dormir. Escucha su respiración, la de su madre, y sabe que no es la de dormir. La escucha dar vueltas en la cama y la imagina también preocupada.

Marina se engaña. Lo sabe. Como cualquiera que intenta mentirse a sí mismo, sabe bien qué es lo que realmente le preocupa. No es el elevador averiado. Como suele pasar con esa coraza inútil de la negación, Marina sabe perfectamente que la desvela otra cosa.

Un rato antes de que un vecino le contara el problema del ascensor sonó el teléfono de casa. Con una voz que intentaba ser cálida le comunicaron que ella y su madre habían dado positivo en la prueba de COVID19 que se habían hecho dos días atrás. La voz  le preguntó si tenían síntomas. Ella dijo que no. La voz helada le preguntó si vivían solas. Ella que sí. Entonces le dijo que no salieran de casa. Que se comunicarían otra vez mañana con más instrucciones. Que si empezaban con alguno de los síntomas llamara rápidamente al número que le pasó, y cortó.

Marina colgó y se propuso no hacerse la cabeza. No pensar mucho en eso. Actuar con sobriedad. No dejar que la traicionara su mente. Estaría atenta a los síntomas que pudieran presentar ella o su madre, pero no le diría nada a ella. Es más fácil controlar una mente que dos, pensó.

Ahora se pregunta por qué su madre no podría dormirse. No podía haber escuchado la conversación telefónica porque estaba en el balcón, lejos. La veía mecerse en su sillón mientras hablaba con la voz congelada. No le iba a preguntar qué le pasaba, por qué no podía conciliar el sueño, eso podría alarmarla.

- Marina – escuchó la voz de su madre que la llamaba.

- ¿Sí, mamá?

- Hija, ¿están cerradas las ventanas?

- No, mamá, están todas abiertas, las de la sala, las de la cocina. ¿Por qué? –le dijo todavía sin levantarse.

- Y ahí en tu cuarto, ¿también falta el aire?

FIN

Para mí ahí termina el cuento. Sé que hay gente a la que le cuesta mucho el suspenso. Para ellos, escribo entonces, dos finales posibles. Si alguno que leyó la historia necesita un final puede elegir alguno de los siguientes.

FINAL ENFERMO


FINAL FELIZ




El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. Se levanta, entra en la habitación, le toca la frente. “Mamá, tienes fiebre”, le dice. Va a la mesita del teléfono, busca, revuelve, no encuentra el papel. Aún no ve bien por el cambio de la oscuridad a la luz. Arruga los ojos, estruja papeles que no son. “¿Dónde lo anoté, mierda?”, dice entre dientes. “Marina, me traes agua, por favor”, le dice la mamá con la voz más agitada que antes. Se dio cuenta de todo, piensa. Ninguna de las dos dice nada al respecto. Va a la cocina, sirve un vaso de agua fría. Le tiemblan las manos. Le lleva el agua, trata de controlar el pulso, no puede. Moja levemente a su madre que agarra el vaso y no le reprocha. Vuelve a la sala, ve el papel en el suelo. Llama y le da ocupado. Aprieta el puño, respira profundo. Contiene las lágrimas, vuelve a llamar. Ocupado. Así está un rato hasta que comunica. Le dan instrucciones. Les explica lo del ascensor. Le dicen que esperen en casa.  

Cuando llegan a la planta baja y salen del edificio Marina levanta la vista y ve que hay gente en todas las ventanas. O eso le parece. ¿Cómo pudieron enterarse del operativo? La ambulancia no llegó con la sirena puesta. ¿Será que nadie dormía a pesar del silencio?

Su madre se ve inquieta en la camilla. Los enfermeros, con esos trajes blancos de astronautas, impresionan. Cuesta entender lo que dicen detrás de las máscaras que llevan. Logra comprender que irán en ambulancias diferentes. Les pide esperar a que acomoden a la anciana. Sus astronautas asienten y esperan a que los otros acomoden la camilla.

La última vez que vio a su mamá con vida tenía un coso plástico en la nariz que la ayudaba a respirar. “Te quiero, mamá”, le dijo, pero duda que la haya escuchado. Entre la mascarilla, los nervios, las miradas, los astronautas, no fue capaz de hablar más alto. Se lamenta ahora. Mira el termómetro. Ya no tiene fiebre.


El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. No podemos tener los síntomas del virus al mismo tiempo, se dice. Hace unos minutos no sentía nada extraño y de repente tampoco puede respirar bien. No sabe qué reponderle a su madre.

-¿Marina, estás despierta, escuchaste lo que te pregunté? –la voz más agitada que antes.

Tiene que levantarse. Tiene que llamar a urgencias, tiene que ir a ver cómo está su madre. Se quita la sábana de encima. Se dispone a moverse pero sus piernas no responden. “Voy para allá, mamá”, intenta decir pero su voz no sale. Se mueve, cierra los ojos con fuerza. Abre los ojos.

La madre la mira fijamente. Tiene un vestido rojo intenso en la foto que tiene en la pared del cuarto. Ella, Marina, está sudada, acalambrada. Se levanta, va a la cocina, se sirve café, le da un beso a su esposo, que le propone ir a caminar a la playa. La casa que acaban de comprar está a media cuadra del mar. “Uff, qué pesadilla tuve, amor, no te imaginas”. “¿Sí?, ¿qué pasaba?”, pregunta él. “Te cuento por el camino”. Se alistan. Salen.

-¿Todo el planeta encerrado por temor a un virus? Qué loco, ¿no? –dice él, metiendo los pies en el agua fría del mar-. ¿Cómo era que se llamaba el virus?

-No sé, corongavirus, algo así.

   Los dos se ríen, ella también mete los pies en el agua y siguen caminando por la orilla. 

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