Anoche hice, quizás, el último
gol de mi vida. Como en todo lo que hacemos, alguna vez será, inevitablemente, la
última. Un día será la última vez que cargues a tu hijo en brazos, la última
que corras hasta la parada porque se te va la guagua. Alguno será el último
abrazo que le des a un amigo, el último beso a tu madre, la última vez que leas
un libro completo, y así.
Hace un par de años que juego
cada partido como si fuera el último. Cada vez me lesiono más, cada partido me
duelen más músculos. Es normal. Es la ley de la vida que pasa y envejece. Es la
regla de nuestra existencia con su melancólica condición efímera que muchas
veces olvidamos. Por eso deberíamos hacer todo con esa idea, con ese impulso,
con esa conciencia, con la misma pasión que se imploran los besos en “bésame
mucho”.
Fue un lindo gol. De zurda,
clavado en el ángulo. Desde el principio del partido me dolía la pierna derecha
así que evitaba usarla. Por eso le pegué con mi pierna menos hábil, y la pelota
se coló justo en la escuadra superior izquierda. Fue un disparo sin mucha
potencia, porque la zurda es también mi pierna menos fuerte, pero la pelota fue
a meterse ahí en la esquina, en ese ángulo recto que da una belleza
inexplicable a los goles. Un buen arquero la hubiera atajado, lo sé, pero eso
no quita belleza a la jugada. Las manos vacías del pibe que estaba en el arco,
manoteando el aire, dibujando con su gesto una pelota inasible, quedaron en la
foto de mi memoria.
Algo más le dio belleza al
gol. Mientras la pelota volaba, alejándose de mi pie, pero sin haberse colado
aún en ese rincón del arco, se escuchó el silbatazo que denotaba el fin del
partido. Un pitazo largo, penetrante, que acompañó todo el recorrido de la
pelota y dejó de zumbar en el aire, justo en el momento en que la pelota tocaba
la red.
Era un partido entre amigos.
Íbamos ganando dos a cero. Mi gol no definía nada, no cambiaba absolutamente
nada tangible. Ni siquiera cambiaba quién ganaba ese partidito intrascendente,
uno más entre los miles que se juegan cada noche en Buenos Aires. Pero yo lo
festejé con toda la emoción, removí el puño en el aire, y grité para mis adentros,
“gol, carajo”. Porque claro, quizás fue mi último gol. No lo sé. Nadie lo sabe.
Pero la vida hay que intentar festejarla en cada minuto como si fuera el último
suspiro, porque nadie sabe si será mañana cuando el colegiado dé el silbatazo
final y se lleve la pelota para siempre.
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