No sé
por qué decidí volver del trabajo por Suipacha. Nunca lo hago. Es una calle
estrecha, polvorienta, con un nombre espantoso. Allí me lo encontré. Iba
caminando en sentido inverso al mío por la acera de enfrente. Me miraba fijamente.
En ese segundo en que nuestras miradas se cruzaron se tocó la parte izquierda
de la boca. Me lanzaba así un sutil reproche. Se equivocaba de lado: hace diez
años yo le pegué en el costado derecho de la cara. Estoy seguro.
Empecé a caminar en cámara lenta. ¿Me
doy vuelta?, ¿lo llamo?, ¿lo invito a tomar un café?, pienso sin dejar de
avanzar. Me pregunto si me sigue mirando. No sé si se detuvo y se volteó
siguiendo mi movimiento, o si continuó su camino tal vez también más despacio. La
película del recuerdo arrancó en ese milisegundo donde cruzamos miradas. Como
si durante todos estos años hubiera estado lista para activarse.
Estamos ahora en La Habana. Corre el año
2003 ó 2004. La fiesta está en su mejor momento. Esteban y yo nos reímos como
dos niños. Hace rato que nos reímos mucho. Fumamos una yerba potente. Yuma.
Esteban la fue a buscar al barrio chino. Él es mucho más vicioso que yo. Va a
buscar a dónde sea. También tomamos un montón. Primero la caneca de ron que
compramos. Una vez terminada somos piratas del trago, tomamos de cualquier vaso
que nos encontramos medio suelto. En la fiesta hay varios grupos que tienen
botellas buenas y nadie vigila tanto su vaso. La fauna está interesante, gente
de la escuela de cine, muchachas que hablan con acentos exóticos. Algunas
porque son extranjeras y otras porque se hacen.
Hace un rato llegó Pedrito y eso provocó
nuestro último ataque de risa. La música está buena, medio tecno, medio
electrónica y de vez en cuando algún tema de Los Van Van, pero está muy alta. Tenemos
que gritar para hablarnos. En casos así hay que tener cuidado con el final de
las canciones. No lo tuvimos. En uno de esos instantes de silencio Esteban me
pregunta, gritando: “¿te vas a singar de nuevo a Pedrito?”. Dos muchachos que
están muy cerca nos miran y se ríen tapándose la boca con la mano. Nosotros no
podemos más de la risa. No nos tapamos nada. La música arranca otra vez, está
oscuro, todo el mundo está fumado o muy tomado. O eso me parece a mí. Yo le
digo a Esteban que no, que estuvo bueno anoche, pero que hoy preferiría
llevarme algo nuevo. “Una de aquellas alemanas, por ejemplo”, le digo y señalo
a un grupo de rubias que quizás son de San Miguel del Padrón, pero yo me las
quiero imaginar teutonas o escandinavas. Esteban insiste, “no seas bobo, papa,
coge a Pedrito que es seguro y después vas a terminar llorando con Manuela”. Nos
da mucha gracia lo de Pedrito, tal vez hasta sobrios nos daría, no lo sé.
Tenemos poco más de veinte años, eso también da risa.
Pedrito es una chica que cuadré ayer en una
fiesta. No me acuerdo como se llama. Ayer también habíamos tomado bastante.
Esteban cuadró con una amiguita que hoy no vino. El dato gracioso es que desde
que nos conocimos, ayer mismo, ella empezó a decir que Esteban se parecía mucho
a un amigo de ella que se llamaba Pedrito. Estuvo insistiendo con esa tontería
toda la noche. Tanto jodió con el tema que hoy en la mañana Esteban la bautizó
a ella como Pedrito, y ahora ya no podemos decirle de otra manera. Cuando la
saludé casi le digo su nombre de guerra directamente. Por suerte pude
contenerme.
Pocos minutos después del grito de
Esteban seguimos bailando, por un rato sin reírnos, cuando siento algo en la
nalga derecha. Me doy vuelta y veo, a pocos centímetros, a un muchacho flaco,
vestido de negro, que me mira sonriente. En esos milisegundos entiendo todo.
No, perdón, entiendo una parte. Comprendo que lo que sentí fue el pene erecto
del muchacho que se me pegó para bailar. Veo su pantalón negro abultado. Me
siento muy incómodo. No sé qué hacer. De los nervios sonrío. Él lo interpreta
como una señal y se abalanza sobre mí para intentar besarme. En ese instante me
parece demasiado de su parte. Ya no me río nada. Se me sube la indignación a la
cabeza y reacciono de forma bruta. Me echo para atrás levemente, tomo impulso y
le tiro un piñazo que lo impacta de lleno.
Aquí tengo un recuerdo nebuloso. El
amigo del muchacho me grita algo que apenas escucho y menos entiendo. Esteban
me agarra por el brazo y me aleja de ellos. La música sigue, hay poca luz. Por
suerte no mucha gente en la fiesta se entera del episodio.
Esteban me da un trago para calmarme. Yo
ato cabos. Me doy cuenta de que era uno de los muchachos que nos miró cuando
Esteban me preguntó si me singaría otra vez a Pedrito. Recuerdo entonces que
antes me había estado mirando bastante. Y que había intercambiado risitas con
su amigo. No le di importancia. No me di cuenta de que estaba intentando
seducirme. No conozco esos códigos.
Estoy algo más tranquilo, pero aún turbado.
El muchacho que intentó ligarme está en el otro extremo de la sala y no deja de
mirarme. Ahora de una manera distinta, con odio, con rabia. Pienso que en
ningún momento respondió a mi ataque, quizás por falta de valor, pero tal vez
por exceso de bondad, o porque es incapaz de lastimar a alguien. Se toca la parte
derecha de la boca, alcanzo a ver que tiene sangre. Se limpia con un pañuelo.
Yo cambio la vista. Me siento mal. Me parece que él estuvo mal, pero yo estuve
peor. No debí pegarle, pienso. Valoro ir a pedirle disculpas, pero toda la
situación me parece absurda. Creo que me falta valor para ir a pedir perdón.
También él tendría que pedir disculpas. ¿O los perdones se restan y sólo debe
pedir perdón el de mayor agravio? Vuelvo a mirarlo. Ya no está en la esquina.
Ni tampoco en la fiesta. Nunca más lo vi.
Hasta ahora. En Suipacha, casi llegando
a Avenida de Mayo. En Buenos Aires. A siete mil kilómetros de La Habana y a más
de una década de aquella fiesta. No sé si en la vida todos los golpes que uno
da regresan, pero algunos sí. Otra vez me pregunto si tendría que disculparme,
si tiene sentido diez años después. Pienso que sí, que hay que aprender a pedir
perdón. El corazón me late fuerte, creo que es vergüenza. Me decido, me doy
vuelta con la idea de llamarlo. No está.
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