Hace años que escucho esa pregunta repetida en distintos foros y cónclaves. En algunas oportunidades he visto casi obligar a ciertas personas a responder que sí. En más de una ocasión me han recriminado que no use ese término para referirme al gobierno de Cuba. La verdad es que si se mira la definición del diccionario es casi inevitable responder que sí, hay una dictadura en Cuba con todas las de la ley. O sea, un pequeño grupo de personas dirige al país a su antojo sin someterse al veredicto de la población, ni a través del voto, ni a través de ningún otro mecanismo creíble. Es realmente poco serio tener en cuenta las teatrales elecciones que tienen lugar en Cuba cada cierto tiempo, pues no tienen valor real alguno. No obstante a lo anterior nunca uso el término por tres razones esenciales:


1)      El peso simbólico y la vereda ideológica

El término dictadura, en el caso cubano, ha adquirido un peso simbólico que va más allá de su definición formal. Se usa como un parte aguas ideológico. Llamarle dictadura al gobierno de cuba te sitúa simbólicamente a la derecha del espectro político. Es un término que ha usado siempre la derecha y con el que ha machacado insistentemente, usarlo te sitúa en una vereda ideológica en la que no quiero estar. 

 

2)      El peso histórico

En Latinoamérica está muy fresco el recuerdo de las sangrientas dictaduras del siglo XX. Procesos antidemocráticos que fueron profundamente criminales. Los muchos atropellos que ocurren en Cuba son lamentables y los condeno, pero equipararlos, aunque sea a través de un vocablo, con las dictaduras de Pinochet, Videla, Somoza, Stroessner, etc, sería desleal con la historia. Sería irrespetuoso con los miles de compañeros y compañeras detenidos desaparecidos.


3)      La “democracia” contrapuesta

Por último, llamarle dictadura a lo que hay en Cuba parecería estar diciendo que lo contrario que existe en la región es mucho mejor. Las supuestas “democracias” occidentales que existen en América Latina son también un desastre como sistema. Hay presos políticos, hay abusos indiscriminados por parte del estado y sus fuerzas del orden. Por sólo poner algunos ejemplos en Argentina mueren cada año centenares de personas en manos de las fuerzas estatales, en su mayoría chicos y chicas pobres. En Chile, perdieron la visión más de 400 personas por causa de la represión policial en el estallido social que tuvo lugar entre los años 2019 y 2021. En México asesinan a varios periodistas cada año sin que se vea solución a la vista. Y así podría seguir largo rato.

Además de todo esto, los sistemas capitalistas que imperan en la mayoría de estos países generan un nivel de desigualdad y pobreza en gran parte de sus poblaciones que cuesta imaginar que eso pueda ser llamado realmente democracia, pensando el significado original del vocablo: poder del pueblo.

 


(Con éste último punto no estoy diciendo que el sistema cubano sea bueno. Tiene algunas cosas buenas, que en el pasado fueron más y mejores, pero también un montón de injusticias, pobreza, atropellos, falta de libertades, falta de democracia y un largo etcétera. Pero es muy ingenuo pensar que con poner elecciones libres y la posibilidad de votar cada cuatro años se soluciona todo. Hay que pensar en un modo nuevo. A mí me gustaría un socialismo democrático, dónde el pueblo tenga la capacidad real y efectiva de elegir a sus representantes y la capacidad de revocarlos, dónde nadie sea discriminado por su manera de pensar, y que exista, además, un estado fuerte que vele por el bienestar básico de todos y todas. Es difícil eso, claro, pero quién dijo que sería fácil).

 


Creo, en definitiva, que es mucho mejor debatir ideas en profundidad que dejarse llevar por asociaciones binarias y maniqueas dónde te define si usas un término u otro para referirte a un gobierno. 



 



Anoche hice, quizás, el último gol de mi vida. Como en todo lo que hacemos, alguna vez será, inevitablemente, la última. Un día será la última vez que cargues a tu hijo en brazos, la última que corras hasta la parada porque se te va la guagua. Alguno será el último abrazo que le des a un amigo, el último beso a tu madre, la última vez que leas un libro completo, y así.

Hace un par de años que juego cada partido como si fuera el último. Cada vez me lesiono más, cada partido me duelen más músculos. Es normal. Es la ley de la vida que pasa y envejece. Es la regla de nuestra existencia con su melancólica condición efímera que muchas veces olvidamos. Por eso deberíamos hacer todo con esa idea, con ese impulso, con esa conciencia, con la misma pasión que se imploran los besos en “bésame mucho”.

Fue un lindo gol. De zurda, clavado en el ángulo. Desde el principio del partido me dolía la pierna derecha así que evitaba usarla. Por eso le pegué con mi pierna menos hábil, y la pelota se coló justo en la escuadra superior izquierda. Fue un disparo sin mucha potencia, porque la zurda es también mi pierna menos fuerte, pero la pelota fue a meterse ahí en la esquina, en ese ángulo recto que da una belleza inexplicable a los goles. Un buen arquero la hubiera atajado, lo sé, pero eso no quita belleza a la jugada. Las manos vacías del pibe que estaba en el arco, manoteando el aire, dibujando con su gesto una pelota inasible, quedaron en la foto de mi memoria.

Algo más le dio belleza al gol. Mientras la pelota volaba, alejándose de mi pie, pero sin haberse colado aún en ese rincón del arco, se escuchó el silbatazo que denotaba el fin del partido. Un pitazo largo, penetrante, que acompañó todo el recorrido de la pelota y dejó de zumbar en el aire, justo en el momento en que la pelota tocaba la red.

Era un partido entre amigos. Íbamos ganando dos a cero. Mi gol no definía nada, no cambiaba absolutamente nada tangible. Ni siquiera cambiaba quién ganaba ese partidito intrascendente, uno más entre los miles que se juegan cada noche en Buenos Aires. Pero yo lo festejé con toda la emoción, removí el puño en el aire, y grité para mis adentros, “gol, carajo”. Porque claro, quizás fue mi último gol. No lo sé. Nadie lo sabe. Pero la vida hay que intentar festejarla en cada minuto como si fuera el último suspiro, porque nadie sabe si será mañana cuando el colegiado dé el silbatazo final y se lleve la pelota para  siempre.


 


La Habana es una ciudad peculiar, única en muchos sentidos. Por poner un ejemplo conocido, no debe haber otra en todo el globo terráqueo por dónde circulen, de manera regular, decenas de autos de mediados del siglo pasado. Imagino a un suizo que llegue a la isla sin conocimiento previo y salga a la calle a dar un paseo. Debe sentir que viajó en el tiempo. O sea, que si un día alguien con rasgos helvéticos, caminando por La Habana, se acerca y te pregunta, “Sorry, what year is this?”, no deberías de asombrarte. Además sé bueno y dile la verdad.

Hay muchas más cosas que la hacen particular, pero hay otra, también relacionada con el transporte, que me gusta en su singularidad. Lo que en Cuba conocemos como “coger botella”. Existe sí, en muchos lados del mundo, “hacer dedo” en la carretera, que es una idea similar. Pero la botella es un sistema solidario que ocurre dentro de la ciudad, con pregunta directa y de semáforo en semáforo.

La Habana es un lugar seguro, donde uno confía en alguien que no conoce al punto de subirlo a su carro. Además la gente suele ser desinhibida y abierta al diálogo. Es natural comunicarse en la calle con un desconocido o desconocida y entablar una conversación. Estos condimentos hacen posible éste peculiar método de movilidad.

Si bien es cierto que esta modalidad surgió debido al mal funcionamiento del transporte público, y sin dejar de soñar con que algún día éste mejore; también hay que decir que viendo los problemas que hay en otras metrópolis, dónde muchos carros llevan sólo un tripulante, causando congestión y contaminación, no es una tan mala idea.

No quiero romantizar la botella. Sé que mucha gente usa y ha usado ese medio de transporte sufriéndolo y porque no le queda otro remedio. Tampoco ignoro que particularmente algunas mujeres han tenido experiencias desagradables en botellas. Pero quizás no está mal que sea una opción más.

Lo ideal sería que haya un buen transporte público y que el que coja botella lo haga por elección. Pensarlo como idea de ciudadanía que se comunica y colabora con el medio ambiente, y cómo forma de tener ciudades con menos tráfico, y por tanto, más disfrutables.

Tal vez se podría implementar de modo organizado. Por ejemplo, con un sistema dónde botelleros y botelleantes se registren. Los participantes pondrían un cartelito en el auto dónde avisan que están en modo botella. Además la conductora o el conductor podría saber a quién lleva y viceversa. Así también se podría dar que algunos ciudadanos un día lleven en su auto y otro día ser llevados. ¿Parece imposible? Puede ser, no sé, nos han mentido en la cabeza que todo ha de gestarse a través del dinero, pero se puede intentar ir contra esa corriente.

 

En lo que logramos lo anterior, hace años que mucha gente se mueve en botella por la capital cubana. Yo cogí muchas veces botella y luego, cuando usaba el auto de mis padres, también daba botella siempre que podía. Recuerdo que en mis primeros años viviendo fuera de Cuba cuando me detenía en un semáforo, imaginaba que vendría alguien a preguntarme si seguía recto por la avenida.

El siguiente fragmento corresponde a mi novela inédita “En la próxima vuelta”, escrita en el 2007/2008. Si usted tiene ganas de coger botella junto a Malena, una de las protagonistas de la novela, pase y lea.

 


V

A mala hora Darío se mudó, piensa Malena y se posiciona en la acera de la avenida Boyeros. El sol está durísimo y en el semáforo hay un montón de gente luchando por lo mismo: conseguir que alguien los lleve. Si no voy a visitarlo así, de repente, sin pensármelo mucho, nunca veo a éste cabrón. Tan simpático que es mi amiguito lindo, piensa, sonríe con ternura. La competencia en el semáforo es grande. A su derecha hay dos jovencitas lindas y arregladas. Coloridas las dos, verde una, rosa la otra, llevan del mismo color la blusa, el cinto, las sandalias, el pulso de la mano y las hebillas del pelo. Antes era tan rico, piensa, caminar hasta la esquina, doblar y en un par de escalones estaba en casa de Darío. Pero hubo cambios, mudanzas, y ahora hay kilómetros que nos separan. Hace seis años ya de eso y todavía no me acostumbro.

El semáforo se pone en rojo, los carros se detienen. Malena estudia a los que tiene cerca. El calvo del Lada azul la mira con descaro, ella da un paso y piensa preguntarle si puede llevarla, pero le da mala espina la cara babosa del tipo. Un paso atrás y vuelve a su lugar en la acera. Luz verde y los carros salen llenándolos de humo. El calvo le saca la lengua al pasar. Cuando el día está malo para las botellas no hay manera, en todos los semáforos uno se demora, piensa. Es como si hubiera días malditos para la botella y días en los que parece que los carros te están esperando. Hoy es uno de los malos, está claro. Para colmo a esta hora todo el mundo está saliendo del trabajo. A su izquierda hay un muchacho joven con una bata blanca y un maletín en la mano. ¿Estará por entrar a una guardia? Como Darío se vaya lo mato, piensa. Ay, qué rico si cogiera una sola botellita que me llevara directo hasta el Casino Deportivo. De nuevo luz roja, mira los carros que tiene cerca, nada que sirva: hombre con mujer al lado, carro lleno, moto peligrosa. El muchacho con porte de médico se monta en una guagüita blanca como su bata. Ella se corre hacia la izquierda, verifica que las dos presumiditas siguen ahí. Se alegra. No estaba mal el muchacho, piensa y lo ve irse sentado como un niño bueno que gira la cabeza y le dedica un gesto afable de despedida, “ojalá te vayas rápido”, parece decirle con la cara. Malena sonríe. Ahora suda, se rehace el moño, se cambia el bolso de hombro. Mira a la parada atestada de gente, se convence de que hay que irse en botella. Piensa en lo divertida que sería esta ciudad con metro. Aunque seguramente el metro estaría siempre roto o con problemas. Imagina a una negra gorda sentada en la puerta del metro que de mala gana interrumpe su conversación con otra mujer y le dice: “no mi amol, hasta mañana no hay tren, lo siento” y muy oronda continúa hablando con su amiga. “¿Sigue por Boyeros, señor?”, el tipo no la mira, la ignora, sigue adelantando su carro, despacito hasta casi chocar al de alante. Estúpido, piensa, y le dan ganas de decírselo. Es verdad que no tiene obligación de llevarme pero no le cuesta nada responderme, es un acto de educación, es como si alguien me preguntara la hora y yo ni siquiera le contestara. ¿Por qué tuve que imaginarme a la mujer del metro negra? Si hubiera pensado en la directora General del metro de La Habana me la habría imaginado blanca, rubia, alta. Cambia la luz del semáforo, paran los carros otra vez. ¿Sigue por Boyeros señor? El hombre asiente con la cabeza, y se estira para quitar el seguro de la puerta delantera. Ella da la vuelta al carro con paso apresurado, abre, se sienta, deja escapar un suspiro de descanso.

[…]



Miami desde Key Biscayne Beach

En Miami la gente tiene menos libertades políticas que en La Habana. Lamentablemente nunca he estado en esa ciudad. Es un lugar que me encantaría conocer: porque tiene un peso en la realidad cubana pasada y actual, porque vive allí un montón de gente querida. No obstante, en el siglo XXI, para decir lo anterior no es necesario ir físicamente. Constantemente veo, leo, escucho manifestaciones que me hacen pensar lo que digo.

Me refiero a libertades reales y concretas. En teoría, en Miami, puedes expresar tu opinión libremente. Puedes ir y fundar una revista, un periódico, una radio y decir lo que te dé la gana. En La Habana, en Cuba, no puedes hacer nada de eso por definición, lo cual, he de decir, que me parece pésimo. Pero, decía, eso es en teoría. En la práctica, ¿puedes en Miami expresar, por ejemplo, que eres un fiel admirador de Fidel Castro? Supongamos que eso es demasiado. ¿Puedes decir públicamente que apoyas algunas políticas sociales del gobierno de Cuba? ¿Puedes hacerlo y seguir tu vida tranquilamente? Creo que ni soñando. ¿Que qué te puede pasar? Te montan en un dos por tres una campaña acusándote de lo peor que se puede ser en ese entorno,  “un comunista”. (Pobre Carlos Marx, tanto escribir, pensar, intentar dialogar, para que le hayan manoseado de esa manera las ideas, tanto los que lo denostan como los que dicen defenderlo, pero bueno, esa es otra historia). Decía, si se llega a la conclusión de que eres un real “comunista”, te cae encima un acoso dónde muy probablemente recibas agresiones, pierdas tu trabajo y se te haga difícil sobrevivir.

Valorar positivamente cosas que tengan que ver con el gobierno cubano sería un acto extremo, cuasi-suicida, que pocos cometen allí. Pero es peor aún: por mucho menos se te puede complicar la vida. Si eres un cubano con cierta fama, que va y viene a su país, y no quieres, digamos, hablar de política, eres ya sospechoso. Recibes presiones para que digas y apoyes el pensamiento único que parece se puede tener actualmente en ese entorno.

Hace unos años escribí sobre esta intolerancia extrema que se vive en aquellos lares a raíz de un concierto de Buena Fe en el Miami Dade Country Auditorium. En los últimos años parece que se ha recrudecido la cosa. Recientemente han cancelado conciertos y presentaciones a varios músicos cubanos. Incluso a algunos de renombre internacional y con residencia en la propia Florida. Probablemente hay una influencia de los vientos que corren, o sea los que soplan desde la casa blanca comandada por Donald Trump, un hombre con un estilo de comunicación sumamente intolerante y despótico, que cultiva la diatriba envenenada y agresiva para el que piense distinto a él.

Pensaba todo esto, entre otras cosas, luego de seguir someramente la “novela” de Descemer Bueno en las redes sociales. Para quién no lo conozca, Descemer es un talentoso músico cubano que vive en USA hace casi dos décadas, y que en los últimos años solía viajar a Cuba con frecuencia a dar conciertos u otros asuntos particulares. Hace años que me parece patético el recorrido de sus declaraciones, diciendo y desdiciéndose, tratando de quedar bien aquí y allá. Pero ahora ha ido un poco más lejos. Declaró, por ejemplo, que no visitaría más a su país de origen, puntualizando que no tocaría más en la isla. Luego subió la parada e instó a los cubanos que viven en Cuba a generar disturbios y vandalizar las tiendas. En otro video llegó al punto de decir que próximamente dejaría para siempre los escenarios. No quiero detenerme en detallar y analizar lo que ha dicho en su incontinente serie de videos, lo notorio es que está muy turbado. Estas llamativas declaraciones se producen en el contexto de una pelea que sostiene hace más de un año con el comisario político de moda en el ala “dura” del exilio cubano.

Me refiero a Alex Otaola. Un cubano que tiene una especie de programa de televisión que emite por YouTube todos los días hábiles de la semana. Un programa que pasó de ser más bien de chismes y detalles de la farándula a tener cada vez más contenido político. Desde su popular espacio el histriónico conductor pontifica sobre qué actitudes y opiniones son políticamente aceptables en una persona y cuáles no, particularmente si se trata de ciudadanos de origen cubano que viven en los Estados Unidos. Desde su tarima atemoriza a quién no siga los designios de sus posturas intransigentes. Para disciplinar o castigar a quienes incumplan esos mandatos de pensamiento no tiene pudor en mostrar videos íntimos, si los consigue, o develar cualquier información que consiga de la persona que elija como blanco. En sus programas muestra nombres, apellidos, fotos y cualquier dato que tenga de personas que le parezcan repudiables en su escala de valores. Por ejemplo, si eres alguien que hizo declaraciones en contra del bloqueo y estás viviendo actualmente en USA, puedes recibir el escrache correspondiente. Descemer es una de sus muchas víctimas y parece desesperado por salir del colimador y desmarcarse de las acusaciones que recibe desde esa tribuna. Para que no vayan a creer que es un “comunista” es capaz de dejar de visitar su país y decir cosas que jamás dijo antes. La presión no es poca.

 

Éste presentador no está solo. Hay otros comunicadores de ese entorno que tienen posturas similares. Pero sobre todo no está solo porque tiene miles de seguidores (no sólo en USA, también lo aplauden muchos cubanos y cubanas que viven en distintas latitudes). El asunto no es lo que piensen él y sus seguidores sino los métodos empleados y más que nada el resultado de ellos. Es decir, que haya personas con miedo a expresar lo que piensan.

Hace poco leía a un cubano que vive en esa ciudad de la Florida necesitando recalcar en varios escritos que no era comunista por apoyar a Joe Biden en las próximas elecciones norteamericanas. Una afirmación que mirada desde la distancia parece risible, pero allí se vuelve casi indispensable. Insultar con el epíteto de comunista a sus contrincantes demócratas es otro de los dislates del actual presidente norteamericano, Donald Trump, pero en Miami el calificativo cobra especial fuerza y es sumamente temido.

 

Sé de muchos cubanos y cubanas que viven en Estados Unidos y están en contra del bloqueo. Algunos de ellos lo expresan públicamente. Casi ninguno de los que se atreve vive en Miami. (Por cierto, estar en contra del bloqueo es algo que no debería ni siquiera parecer llamativo. Hace muchos años que la inmensa mayoría de los países reprueba en la ONU esa política injerencista del gobierno yanqui). Otaola y sus muchachos creen que está bien que las personas que viven en Cuba tengan condiciones más precarias de vida con tal de perjudicar a ese gobierno que tanto odian. El problema no es que haya gente a favor del bloqueo. Lo terrible es que ellos no toleren que haya gente que piense distinto. Lo paradójico es que lo hagan como abanderados de la libertad de pensamiento.

Uno de los silogismos que guía a los que sostienen estas posturas intransigentes es falaz. Se basa en que si alguien decidió emigrar no puede criticar al gobierno, o al sistema, del país dónde reside y, menos aún, puede elogiar algo del gobierno de Cuba. Según la lógica de esa línea de pensamiento, si vas a elogiar algo de Cuba tienes que irte a vivir a la isla, porque lo otro es hipócrita e inadmisible. Vaya concepto extraño de libertad. En mi opinión cada quién puede vivir dónde le dé la gana y opinar cómo quiera sin que lo uno o lo otro sea reprochable per sé. Luego se pueden debatir los argumentos, pero sin que ninguna postura sea inválida a priori.

 

En Cuba a los opositores y periodistas independientes los detienen, los vigilan, los citan, les realizan interrogatorios e indagaciones sin una orden con justificación clara. En algunos casos los someten a procesos judiciales de dudosa calidad institucional y claridad procesal, que a veces terminan en condenas cuestionables.

También, en ciertas fechas, muchos opositores y periodistas quedan presos en sus casas, dado que les ponen oficiales de la seguridad del estado que no les permite salir por varias horas, o días en el peor de los casos. Últimamente han agregado la práctica de cortarles los datos de internet en ciertos horarios, entre otras muchas cosas. Todas esas actitudes del gobierno cubano me parecen sumamente repudiables y creo que es evidente que cercenan libertades cívicas y políticas básicas. Al principio de este texto decía que en Miami hay menos libertades políticas que en La Habana. Quizás la afirmación peca de no ser exacta, digo, no pretendo establecer un ranking de libertades, esto no es una competencia. Lo lamentable es que en uno u otro lado falten esas libertades. Y a su vez es singular que los del norte ejerzan esa censura en nombre de la libertad.

Alguien podría decir que en el caso de Cuba la censura es más grave, porque la realiza “el poder”. Creo que hay ahí un error. En ambos casos las realiza “el poder”, pues éste no lo ejerce solamente el poder político gobernante, como muchas veces se piensa. En muchos lugares de éste mundo el poder económico tiene mucha más capacidad de incidencia que cualquier otro.

En el caso que aquí estoy tratando, o sea, el de los censores libertarios del ala dura del exilio cubano, es manifiesto su poder de fuego. Aunque sostengan posturas que no son quizás la de la mayoría de los emigrados cubanos, tienen suficiente poder como para atemorizar a muchos de decir su opinión. Ya sea porque tienen capacidad de movilización y pueden montarte un meeting y un escrache público, porque son capaces de presionar a dueños de locales para que suspendan presentaciones, o porque tienen influencia en el otorgamiento de visas y residencias.

 

Un último ingrediente interesante de esta “paradoja de la libertad” es que estos sectores emplean los mismos argumentos que el gobierno que tanto odian y critican. Si alguien en Miami se manifiesta a favor de algunas medidas que toma el gobierno de la Habana, lo acusan rápidamente de agente, de “pagado por el régimen”. El mismo caminito que emplean las autoridades cubanas cuando alguien es muy crítico: se apresuran a tildarlo de mercenario y pagado por USA. También se parecen en la forma en que disparan su intolerancia hacia los que no están en su extremo correspondiente. Otaola no duda en tildar de tibios y pseudopositores a medios independientes como El estornudo, que dispara con bazuca, en muchos de sus artículos, contra el gobierno cubano. De igual forma los extremistas de la isla (que no son todos los del gobierno, ni muchos menos todos los que apoyan en alguna medida al gobierno), tildan de enemigos a sitios de opinión que sin dejar de ser críticos no se paran de ninguna manera en la vereda opuesta, como puede ser La Joven Cuba. Cómo última similitud es notorio cómo en ambos extremos están convencidos de que están haciendo lo mejor por el futuro de Cuba y su pueblo.

 

A mí me gustaría que construyéramos una Cuba realmente inclusiva y plural, donde quepan todas las posiciones y opiniones. Sé que en ambas orillas (metafóricas, más allá del lugar físico del planeta donde se encuentren las personas que las sostienen) hay muchísimas personas que prefieren otros caminos. Sin dudas éste es un mundo cada vez más polarizado en todo sentido. No es algo solamente del conflicto nacional. Cada lugar tiene que intentar sortear la polarización como le sea posible. A mí que no me llamen ni unos extremistas, ni otros, salvo que quieran dialogar. Si es para imponerme sus verdades, no, gracias.



Foto: Kaloian Santos Cabrera

Hace una hora que Marina da vueltas en la cama. Afuera de su casa apenas se escuchan ruidos. Parece que todos duermen. Habitualmente, si Marina deja la ventana abierta, entra, arrollador, el ruido del tráfico de la avenida que pasa frente a su edificio. Ahora no. Hace varias noches que entran sólo la brisa de la noche y el silencio.

De todas maneras ella no se puede dormir. La preocupación no la deja. Hace unas horas, sobre las 6 la tarde, se enteró de que el ascensor está roto. Aunque para ella no es tanto bajar y subir 9 pisos, siempre la ha perturbado que el ascensor no funcione. Le da una sensación de prisión, de agobio, de incapacidad de escapar rápido si fuera necesario.

Su madre, en el cuarto de al lado, tampoco puede dormir. Escucha su respiración, la de su madre, y sabe que no es la de dormir. La escucha dar vueltas en la cama y la imagina también preocupada.

Marina se engaña. Lo sabe. Como cualquiera que intenta mentirse a sí mismo, sabe bien qué es lo que realmente le preocupa. No es el elevador averiado. Como suele pasar con esa coraza inútil de la negación, Marina sabe perfectamente que la desvela otra cosa.

Un rato antes de que un vecino le contara el problema del ascensor sonó el teléfono de casa. Con una voz que intentaba ser cálida le comunicaron que ella y su madre habían dado positivo en la prueba de COVID19 que se habían hecho dos días atrás. La voz  le preguntó si tenían síntomas. Ella dijo que no. La voz helada le preguntó si vivían solas. Ella que sí. Entonces le dijo que no salieran de casa. Que se comunicarían otra vez mañana con más instrucciones. Que si empezaban con alguno de los síntomas llamara rápidamente al número que le pasó, y cortó.

Marina colgó y se propuso no hacerse la cabeza. No pensar mucho en eso. Actuar con sobriedad. No dejar que la traicionara su mente. Estaría atenta a los síntomas que pudieran presentar ella o su madre, pero no le diría nada a ella. Es más fácil controlar una mente que dos, pensó.

Ahora se pregunta por qué su madre no podría dormirse. No podía haber escuchado la conversación telefónica porque estaba en el balcón, lejos. La veía mecerse en su sillón mientras hablaba con la voz congelada. No le iba a preguntar qué le pasaba, por qué no podía conciliar el sueño, eso podría alarmarla.

- Marina – escuchó la voz de su madre que la llamaba.

- ¿Sí, mamá?

- Hija, ¿están cerradas las ventanas?

- No, mamá, están todas abiertas, las de la sala, las de la cocina. ¿Por qué? –le dijo todavía sin levantarse.

- Y ahí en tu cuarto, ¿también falta el aire?

FIN

Para mí ahí termina el cuento. Sé que hay gente a la que le cuesta mucho el suspenso. Para ellos, escribo entonces, dos finales posibles. Si alguno que leyó la historia necesita un final puede elegir alguno de los siguientes.

FINAL ENFERMO


FINAL FELIZ




El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. Se levanta, entra en la habitación, le toca la frente. “Mamá, tienes fiebre”, le dice. Va a la mesita del teléfono, busca, revuelve, no encuentra el papel. Aún no ve bien por el cambio de la oscuridad a la luz. Arruga los ojos, estruja papeles que no son. “¿Dónde lo anoté, mierda?”, dice entre dientes. “Marina, me traes agua, por favor”, le dice la mamá con la voz más agitada que antes. Se dio cuenta de todo, piensa. Ninguna de las dos dice nada al respecto. Va a la cocina, sirve un vaso de agua fría. Le tiemblan las manos. Le lleva el agua, trata de controlar el pulso, no puede. Moja levemente a su madre que agarra el vaso y no le reprocha. Vuelve a la sala, ve el papel en el suelo. Llama y le da ocupado. Aprieta el puño, respira profundo. Contiene las lágrimas, vuelve a llamar. Ocupado. Así está un rato hasta que comunica. Le dan instrucciones. Les explica lo del ascensor. Le dicen que esperen en casa.  

Cuando llegan a la planta baja y salen del edificio Marina levanta la vista y ve que hay gente en todas las ventanas. O eso le parece. ¿Cómo pudieron enterarse del operativo? La ambulancia no llegó con la sirena puesta. ¿Será que nadie dormía a pesar del silencio?

Su madre se ve inquieta en la camilla. Los enfermeros, con esos trajes blancos de astronautas, impresionan. Cuesta entender lo que dicen detrás de las máscaras que llevan. Logra comprender que irán en ambulancias diferentes. Les pide esperar a que acomoden a la anciana. Sus astronautas asienten y esperan a que los otros acomoden la camilla.

La última vez que vio a su mamá con vida tenía un coso plástico en la nariz que la ayudaba a respirar. “Te quiero, mamá”, le dijo, pero duda que la haya escuchado. Entre la mascarilla, los nervios, las miradas, los astronautas, no fue capaz de hablar más alto. Se lamenta ahora. Mira el termómetro. Ya no tiene fiebre.


El siguiente es uno de los finales posibles del cuento  Quiero tener que cerrar la ventana


A Marina le empieza a faltar el aire cuando escucha la pregunta de su madre. Es de angustia, piensa. No podemos tener los síntomas del virus al mismo tiempo, se dice. Hace unos minutos no sentía nada extraño y de repente tampoco puede respirar bien. No sabe qué reponderle a su madre.

-¿Marina, estás despierta, escuchaste lo que te pregunté? –la voz más agitada que antes.

Tiene que levantarse. Tiene que llamar a urgencias, tiene que ir a ver cómo está su madre. Se quita la sábana de encima. Se dispone a moverse pero sus piernas no responden. “Voy para allá, mamá”, intenta decir pero su voz no sale. Se mueve, cierra los ojos con fuerza. Abre los ojos.

La madre la mira fijamente. Tiene un vestido rojo intenso en la foto que tiene en la pared del cuarto. Ella, Marina, está sudada, acalambrada. Se levanta, va a la cocina, se sirve café, le da un beso a su esposo, que le propone ir a caminar a la playa. La casa que acaban de comprar está a media cuadra del mar. “Uff, qué pesadilla tuve, amor, no te imaginas”. “¿Sí?, ¿qué pasaba?”, pregunta él. “Te cuento por el camino”. Se alistan. Salen.

-¿Todo el planeta encerrado por temor a un virus? Qué loco, ¿no? –dice él, metiendo los pies en el agua fría del mar-. ¿Cómo era que se llamaba el virus?

-No sé, corongavirus, algo así.

   Los dos se ríen, ella también mete los pies en el agua y siguen caminando por la orilla. 

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